En Cuauhnáhuac se iniciaban las actividades a la señal de los sacerdotes que con tambores daban desde lo alto de los templos.

El cronista Diego Durán escribió que al oír los timbales “los caminantes y forasteros se aprestaban para iniciar sus viajes, los labradores al campo, los comerciantes y tratantes a sus quehaceres y las mujeres a barrer”. El llamado era también para las clases nobles, guerreros, funcionarios y sacerdotes.

Apenas se asomaba sol y en cada casa noble, los sirvientes debían tener todo preparado para el cuidado de sus señores. Estos dormían sobre un petate y suaves mantas de algodón como colchón. Al levantarse los señores, los criados doblaban el petate y mantas y los guardaban en baúles para despejar la sala. 

Hombres y mujeres se bañaban al menos una vez al día; por jabón utilizaban un fruto llamado copalxocotl y la raíz pegajosa del xiuhamolli; ambas generaban suficiente espuma. Se secaban con suaves paños de algodón. 

Los hombres no se rasuraban, carecían de barba, solo se peinaban recogiéndose el cabello con una cinta roja a la que añadían exuberantes plumas de aves tropicales que marcaban su alto estatus. 

Las mujeres, se hacían la raya en medio y dos trenzas recogidas en lo alto de la cabeza, con las puntas hacia arriba, si estaban casadas; disponían de cosméticos, pero preferían llevar la cara al natural. 

Los nobles utilizaban ropas de algodón y adornos de plumas, oro o jade. El varón contaba con dos prendas básicas: el maxtlatl o taparrabos, que pasaba entre sus piernas y se ataba bajo el ombligo, dejando caer una larga tira por delante y otra por detrás a modo de faldilla. Igualmente usaban el tilmatli, una manta que se anudaba sobre el hombro izquierdo.

Las mujeres mexicas, usaban un huipil era una blusa bordada blanca, y una falda hasta la rodilla que se sujetaba con una tira bordada como si fuera un cinturón. 

Se calzaban con sandalias llamadas cactli, cuyas suelas estaban hechas de fibra vegetal y piel, y tenían taloneras y cordones para ajustarlas. Aseados y vestidos, los varones se sentaban, con las piernas cruzadas y la manta colocada hacia delante, en unas sillas bajas hechas de fibra vegetal y madera. 

Así tomaban la primera comida del día; tortillas de maíz recién hechas, con relleno de carne o pescado, y una jícara de chocolate; todo servido en policromadas jícaras o en recipientes de preciosa cerámica roja y negra, que tanto gustaban a la élite. 

Los nobles tlahuicas, trabajaban en la plaza donde estaban los templos, adoratorios y los palacios reales, además las dependencias administrativas y las principales escuelas. La labor de unos era asesorar al tlatoani el gobernante, en los asuntos políticos y militares. Otros eran respetados jueces y otros más se ocupaban de la administración de la hacienda y la recaudación de impuestos, de la que se encargaban los calpixques, o capataces. 

Los sacerdotes por su parte, instruían a los pequeños nobles en el Calmecac o escuela, atendían los templos y preparaban las festividades. 

Los guerreros veteranos, formaban a los jóvenes en el Telpochcalli o escuela militar. Los inspectores supervisaban que en el mercado no hubiera altercados, ni estafas en precios y medidas. 

Cuenta el cronista Diego Durán que: “Cuando era mediodía en punto, los ministros del templo tocaban los caracoles, haciendo señal que ya podían comer”. 

Una comida sobria, la pausa era breve. Algunos debían permanecer en las dependencias del centro ceremonial, donde les llevaban la comida de las cocinas de palacio. 

 El tiempo para comer entre los que trabajaban, empleados y funcionarios, era corto; volvían a sus quehaceres hasta la puesta del sol, cuando los tambores y las trompetas del templo sonaban para marcar el fin de la jornada laboral.

En casa, los nobles, antes de cenar, tomaban un baño de vapor en el temazcal; que siempre estaba listo para usarse en cualquier momento. 

En el temazcal se colocaban el cacaloxochitl –flor de mayo- y plantas aromáticas, donde los nobles recibían un relajante masaje, generalmente por enanos.

Tras el baño, vestían con ropas limpias y se sentaban en torno a la mesa, cubierta por hermosos manteles. Les servían platos de carne, pescado y verduras, que se tomaban con trocitos de tortilla de maíz a modo de cuchara. Los sirvientes estaban pendientes de que no faltara comida y bebida, a menudo, durante la comida,  pasaban palanganas para que se lavaran las manos y blancos paños de algodón para secarse. 

Tomaban agua simple, aguamiel o jugos. El consumo de alcohol estaba prohibido hasta cumplir 52 años, a esa edad los nobles y trabajadores se jubilaban y gozaban de ciertas prerrogativas. 

Al terminar la cena, los señores salían al patio de su residencia y se sentaban en cómodos cojines para paladear un buen chocolate espumoso, endulzado con miel y vainilla o condimentado con chile, mientras disfrutaban de una pipa de tabaco.

Descansaban hasta que desde el templo los sacerdotes anunciaban la hora de dormir con las antorchas encendidas y con el sonido de los caracoles. 

Escribió Diego Durán: “Entonces, se ponía la ciudad en tanto silencio que parecía que no había hombre en ella, desbaratándose los mercados, recogiéndose la gente, quedando todo en tanta quietud y sosiego que era extraña cosa”. 

-Del trabajo de Isabel Bueno-

¡Hasta la próxima!

Por: Carlos Lavín Figueroa / carlos_lavin_mx@yahoo.com.mx

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