Los alumnos de secundaria felices al escuchar el timbre que anunciaba el momento de ir a casa. Unos se reunían para regresar juntos a su barrio, otros haciendo bromas para contrarrestar los escalofriantes sufrimientos del examen de ese día. Los grupos de mujeres, en espera de que sus familiares pasaran por ellas.

Era un viernes y teníamos la oportunidad de reunirnos por la tarde y decidiendo qué sería lo mejor para este día, todos habíamos ahorrado lo suficiente, algunos trabajando en sus tiempos libres. Finalmente decidimos ir al cine, una gratificante forma de entretenernos. Así que mejor nos apuramos para llegar a comer a casa y estar listos por la tarde en el kiosco del centro de Cuernavaca, nuestro lugar de reunión fin semanera.

Ya juntos, analizamos la cartelera de los tres cines, el Morelos, el Ocampo y el Alameda, decidimos tomar una nueva experiencia, ver la película “El Graduado” por pura curiosidad, con Anne Bancroft, Dustin Hoffman y Katherine Ross. Filme atrayente para nuestra edad ya que en casa estaba prohibido hablar del tema, porque “era una película pornográfica e indecente para cualquier familia tradicional”. Tan popular era que se proyectaba en dos cines: El Cine Morelos y el Cine Teatro Ocampo. Tomamos la opción de acudir mejor al segundo, porque ahí teníamos a una persona que nos haría el favor de dejarnos entrar sin ser rechazados desde la taquilla, y si acaso la librábamos seguía un segundo obstáculo, la puerta por ser una película de clasificación “D” -para mayores de 21 años-. Nuestro “gran amigo y cómplice” era nada más y nada menos que el señor Alberto Huerta Sánchez, conocido como “El Pillo” Huerta quien era el inspector y boletero siempre parado en la entrada del cine.

Teníamos que ingeniar cómo comprar los boletos a la señora de la taquilla doña María de Jesús Acosta Reynoso, persona siempre bien aliñada, siempre vestida con falda negra hasta la pantorrilla y con camisa de seda blanca con encajes y bien planchada, quien ágilmente operaba los botones del boletero automático con cubierta de metal pulido con dos huecos abastecedores de pequeños boletos de cartoncillo con diferentes colores que identificaban el día y la sección en que se podían usar, ya sea en luneta de planta baja y primer piso, o en gayola en el tercer piso tan alto que se veía la pantalla muy abajo.

En ese entonces se proyectaban tres películas al día, con permanencia voluntaria y el costo por boleto era de $5.00 pesos. Pero esta vez, por ser una película con gran demanda sería solo para una exhibición.

Los que aparentaban más edad, compararían los boletos, los demás se dirigieron a la bien surtida dulcería de la señora Rosita del lado derecho externo del cine.

Para no ser rechazados desde la taquilla, mejor decidimos buscar al muy conocido Moisés “Moy” Mendoza el revendedor de boletos con su inseparable french poodle quien además participaba como el Rey Feo en los carnavales de la ciudad, así, se solucionó el gran problema pagando un “extra” por sus servicios como revendedor en todos los cines espectáculos de la ciudad donde había más demanda.

El Cine-Teatro Ocampo con su imponente edificio por encima, fue imponente desde su construcción dirigida por el ingeniero Portillo, obra iniciada en 1942 y terminada en 1946, su dueño era el señor Leobardo S. Ocampo.

Nuestra narración es de la época de la Compañía Operadora de Teatros, cuyo administrador en el Ocampo era el señor Rafael Laue –padre- dueño de la Imprenta Eugenia en calle Aragón y León, quien trajo al Cine Ocampo las novedosas películas en Cinemascope, equipo operado por el señor Elfego Silva quién empezó de auxiliar como propagandista de ese cine haciendo reparto de volantes y pegando con engrudo casero los coloridos anuncios en las principales calles del centro -impresos realizados en la Imprenta América ubicada al principio de calle Salazar, de don Fructuoso Quinto Acevedo “don Toto”. Con el tiempo don Elfego, llegó a ser el “Cácaro” principal, además de luchador profesional enmascarado conocido como “Círculo Rojo”.

Las dos lujosas y enormes dulcerías del cine, una en planta baja y otra en primer piso, se destacaban por sus vitrinas y mármoles, las novedades eran las maquinas despachadoras de palomitas y las de los de Hot dogs importadas de Estados Unidos, además los bombones cubiertos de helado, que venían cuatro bolas en una alargada caja de cartón, y se anunciaban en la pantalla del cine con el estribillo de; “Helado no es, bombón no es, es Bonbonciko de frescolada como la ves”.

Las dos cortinas de su pantalla eran majestuosas, al frente, la más pesada servía para subir y bajar el telón con gran sobriedad, era de color dorado brillante de terciopelo con gruesos encajes, y las transparentes que atrás la secundaban abrían hacia los lados.

Al frente, en los costados de la pantalla había dos majestuosas esculturas que representaban a la diosa griega Thalía -de la poesía y la comedia- y Melpómene del canto, conocidas como íconos del teatro. Arriba al centro del techo de la sala, sobresalían molduras de estilo Jónico.

La majestuosidad y el gran lujo estaban hasta en los baños, veinte años atrás cuando sus inicios, ir al cine era como como ir al teatro, se asistía vestido con elegancia. En el acceso está todavía una escultura del famoso escultor Ponzaneli, y dos más del autor en las monumentales escaleras laterales de mármol, también de mármol los muros del vestíbulo. En el mezanine -primer piso- entre las paredes y techos, se apreciaban espléndidos murales con bisontes, caballos y venados que recordaban a las pinturas rupestres de Altamira.

Tiempos maravillosos que se fueron.

*Con la colaboración de Jorge Wulfrad y Mario Oliveros.

¡Hasta la próxima!

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