1939, la Cuernavaca de mi niñez.

Así tituló esta crónica su autora Adriana Estrada. En su memoria.

 

Antes de su partida, la investigadora Adriana Estrada, me entregó esta crónica, que ahora comparto: 

“La pequeña ciudad comenzaba en la Pradera y terminaba abajito del Jardín Revolución, una cuadra al sur, sobre la carretera a Acapulco -hoy Av. Morelos- se construyeron las primeras casas de vacaciones y de fines de semana, era la única calle petrolizada de la ciudad. El Club de Golf ya estaba en las afueras.

Esta Cuernavaca de cielo siempre azul y aire transparente, tenía tres calles principales de norte a sur: Morelos, Matamoros y Guerrero, esta última, la única calle comercial. De oriente a poniente había muchas calles cortas que comenzaban en la barranca de Amanalco y terminaban en la de Analco. Desde esas calles se veía todos los días el volcán Popocatépetl, con su plumita de vapor, sorprendentemente alto y cubierto siempre de nieve, que en aquel tiempo nos decían que eran nieves eternas,...

La mayor parte del centro de la ciudad estaba empedrada, las banquetas de la calle de Matamoros con grandes piedras lisas, planas y pulidas, por el paso de muchas generaciones, que iban desde el gris claro hasta el oscuro, y su guarnición de piedras rectangulares al borde de sus cunetas. La calle de Guerrero estaba empedrada desde la calle de Arista hasta el zócalo con grandes piedras en el centro del arroyo, también lo estaba la calle de Arteaga. Otras calles que no estaban empedradas, eran de tepetate apisonado, barrido y regado diariamente, que las volvía muy duras, casi como cemento.

Nosotros vivíamos en la calle de Madero en la colonia Miraval. La calle de Madero parecía un túnel de árboles de Laurel de la India, y a ambos lados de la calle corría un arroyito de agua limpia que venía de los sobrantes del agua del Túnel, dichosa Cuernavaca, de entonces colocada entre manantiales, en el nacimiento de un río, y que hasta en la temporada de secas le sobraba el agua, en esos arroyos transparentes recogía yo marmaja, que brillaba en la arena del fondo, con un imán, para hacer alfileteros para mi abuelita.

En esta Cuernavaca perdida para siempre, todos nos conocíamos, no importaba si nuestra escuela era la Evolución, la Benito Juárez, la Pestalozzi, la Miguel Hidalgo, o la Santa Inés. Pues casi todos habíamos hecho el kínder en el Jardín de Niños Resurgimiento, que estaba entonces en la calle No Reelección. En las tardes, después de hacer la tarea, íbamos a jugar a la calle a los Encantados o a la Roña, que para hacerla más interesante, la jugábamos trepados en las ramas de los árboles, que en aquel tiempo cubrían toda la calle.

Por las calles de tepetate había todavía muchos burros y caballos, el carbón llegaba a las casas en costales cargados por burros, y por las noches se oían pasar muías que bajaban del espeso bosque, aun cercano, arrastrando vigas de madera para reparar los techos de tejas. La leche llegaba a las casas en botes, con sus vendedores montados en caballo, desde las lomas del poniente donde todavía había muchos ranchos. El pan llegaba también todas las tardes en una enorme canasta balanceada en la cabeza de don Chón, quien recorría gran parte de la ciudad con su paso rápido y seguro. El mismo paso de las chantas que traían las tortillas diariamente desde Chamilpa y Ocotepec, de paso para el mercado. El hielo llegaba en grandes bloques en camión.

De la glorieta oriente del puente Porfirio Díaz, salía un camino como continuación de la calle de Chamilpa, y bajaba paralelo a la calzada de Leandro Valle, casi al borde de la barranca para salir bajo uno de los arcos del acueducto del puente de Carlos Cuaglia o de los Lavaderos. Este camino debe haber sido el antiquísimo camino a Chamilpa y este tramo desapareció por un derrumbe a finales de los años treinta, pero en mis primeros recuerdos era el camino directo desde Madero al mercado de la ciudad, que estaba entonces en la calle Guerrero; yo lo recorrí varias veces, era tan ancho que se podía pasar en coche...

Pero lo que hacía a Cuernavaca diferente de otras ciudades era su agua. Agua helada, limpia y pesada de un sabor delicioso, en cantidades suficientes para toda la población y que alimentaba infinidad de fuentes y estanques, y la sobrante corría por la orilla de las calles y por apantles para regar después las huertas y tierras cultivadas del sur de la ciudad. Yo conocí todavía, en mi niñez, plantíos de jitomate y hortalizas en la calle de Humboldt, y en todos los pueblos de los alrededores que ya han sido totalmente absorbidos por la ciudad.

Tlaltenango era un pueblo separado de Cuernavaca con grandes árboles y una fuente en lo que hoy es el camino frente al santuario, y que la carretera fue devorando poco a poco hasta hacerlos desaparecer. Pasando el puente de Amanalco estaba el pueblo de Amatitlán, con su pequeña iglesia frente a una gran plaza sombreada por amates. En Acapantzingo casi no se veían las casas, estaba sumergido entre huertas de altísimos árboles de zapote prieto, mameyes, guayabos, mangos y naranjos, dividido por su apantle, que tras regar las huertas, salía el agua hasta las tierras de labor, al sur de la iglesia de San Miguel. Chapultepec ya estaba más lejos, pero sus manantiales y su hermosísima barranca eran un paseo maravilloso para un día de campo”.

P.D. continúa el siguiente sábado

 

Por: Carlos Lavín Figueroa

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