Cuando mi hermano Eduardo y un servidor éramos adolescentes, mi padre nos llevaba a entrenar con los árbitros profesionales las tardes de martes y jueves. Luego de la sesión de ejercicios que duraban alrededor de una hora, tenía lugar una tradicional “cáscara” de futbol, que solía convertirse en una guerra de patadas. Nada más difícil que tratar de meter en cintura a los árbitros cuando se disfrazan de futbolistas. Los bandos se conformaban con la élite de los jueces internacionales y se llamaban los “azules”, ya que jugaban enfundados en la chamarra marca Adidas del uniforme; el otro equipo lo integraba la “perrada” y se quedaban en pura camiseta por lo que eran los “blancos”. Don Arturo Brizio Ponce de León jugaba con este último y nosotros éramos los refuerzos. Del otro lado alineaba Domingo de la Mora, hijo del nazareno del mismo nombre y que era un verdadero crack, al grado de jugar en Primera División y ser integrante del Pumas campeón allá por 1980. Con nuestros rivales estaban dos hermanos que habían sido marinos. Pedro y David Espinosa. Eran muy ardidos y nos tiraban a matar al “pelón” mi hermano y a mí, y si los papás les decían que nos podían lastimar, su respuesta era : “si no quieres que los toquen, no los traigas”. Total que años más tarde me hice árbitro y obviamente estos personajes eran mis compañeros de aula y cancha. Un buen día siendo un novato, fui designado como juez de línea para un partido en Cuautla, Morelos, en que fungiría como central David Espinosa. Teníamos que presentarnos en la caseta dos horas antes del juego, yo no tenía coche y me fui en un méndigo camión que se descompuso pasando Tres Marías. Debo haber llegado como 20 minutos tarde y ya se imaginarán la jeta que me puso el marinero en retiro. Yo era el bandera 1 y por tradición iba del lado de las bancas y en la sombrita. El público de sol allá en el estadio “Isidro Gil Tapia” era durísimo, soez y violento con el abanderado en turno. David nos pidió a los dos auxiliares que echáramos un volado para escoger que banda queríamos. Pensé: “ya sé por donde vas, me quieres mandar a sol pero no te animas”, lo cual era todo su derecho. ¡Pido águila y gano! Y entonces le digo: “me voy a sol”. El partido fue un tormento de principio a fin, me aventaron de todo, me dijeron que parecía anuncio para paludismo y me mentaron la madre ese día más que en toda mi existencia. Al terminar, me invitaron a regresar en su coche, con varios “six” de por medio. Ahí nació una maravillosa amistad que se vio rota el día de ayer con la noticia del fallecimiento de mi querido maestro. Gran árbitro y mejor persona, pudimos ambos superar lo que inició como…una ríspida relación.

Por: Arturo Brizio 

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