De un lado están los inspectores de Protección Civil y de Gobernación Municipal, que no tuvieron la culpa del zipizape del lunes en la calle de Guerrero; intentando impedir que comerciantes ambulantes instalaran sus puestos sólo hicieron su trabajo, obedecieron órdenes. Del otro, la necesidad imperiosa de los vendedores callejeros por ganarse unos pesos para que coman sus familias. Atrás del suceso de violencia en el corazón de Cuernavaca estarían los intereses económicos y políticos del Nuevo Grupo Sindical; cuantiosos, por la cuantía de recursos que suponen las cuotas de sus agremiados, y visibles por evidentes. Y en medio el oportunismo politiquero que no se inventa, lo muestra la literalidad del comunicado oficial remitido, precisamente, desde el edificio de enfrente de la Plaza de Armas aprovechando la atmósfera de desesperación social por la pandemia del Covid-9: “…se ha exhortado al Ayuntamiento de Cuernavaca para que implemente las medidas sanitarias propias de la fase tres, tomando acciones contundentes que contribuyan a la mitigación de la pandemia en la ciudad capital y que en apego a la semaforización desarrolle un plan que permita el retorno a las actividades económicas de manera gradual, responsable y segura”… Los de Cuernavaca recordamos dos episodios que acontecieron en el corazón de la ciudad. Lunes 2 de marzo de 2020. A las 7.30 p.m. aún no cierran los comercios de Guerrero, falta media hora para que empiecen a bajar las cortinas y todavía hay mucha gente. Atrapados en el hacinamiento los peatones se estorban unos a otros, caminan en ambos sentidos de la arteria del comercio tradicional de la capital morelense, trotan sobre el arroyo del adoquín simulado y dan traspiés bajo los arcos. Las tiendas registran las últimas ventas del día. Hombres y mujeres, chicos y grandes, niñas y niños forman la multitud desordenada. Unos se dirigen a casa caminando, otros corren a “la parada” para tomar la ruta y unos más se disputan los taxis. La tarde-noche transcurre normal, rutinaria, tranquila. De pronto, ¡pack!, ¡pack!, ¡pack! ¿Cuántos? Tres, cinco, siete tronidos se mezclan con los gritos de los comerciantes que ofrecen sus mercancías, los ruidos del tráfico vehicular, las voces que suben el volumen para dejarse oír. Gritan: ¡son balazos! La gente se agolpa en la esquina de Guerrero y Tepetates, observan a un hombre tirado boca abajo, no se mueve, está muerto. Los curiosos especulan, dicen que uno de dos sujetos disparó y que ambos huyeron. A las nueve menos diez, personal del Servicio Médico Forense realiza el levantamiento del cadáver de un joven que más tarde será identificado como Jonathan “N” y referido como hermano de un líder de vendedores ambulantes. Al día siguiente, el típico funcionario con ansias protagónicas que gusta de declarar de todo y para todo especulará con que los agresores eran colombianos, y aludirá el tema de la extorsión por el cobro de piso. De su lado, la Fiscalía General del Estado repite su rol de contador de muertos y aliado, por incapacidad, de la impunidad… Diez meses atrás, el 8 de mayo de 2019 el centro político e histórico de la capital morelense ya había sido sacudido por el asesinato del empresario Jesús García Rodríguez y el dirigente de comerciantes ambulantes, Roberto Castrejón. Ultimados a tiros en la bajadita del costado sur del Palacio de Gobierno, el autor material fue detenido tras una breve corretiza, en la Plazuela del Zacate. Las víctimas eran cetemistas y, si lo hubo, hasta hoy desconocido el presunto autor intelectual… (Me leen después).
Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com
