Cuenta la tradición que una tarde del último día de mayo –mes de las flores–, cargando una bien guarnecida caja o arcón de madera se presentaron dos muchachos que, según el rumbo de donde llegaron, al parecer provenían de Acapulco. De una de las casas del poblado se oían voces y carcajadas, canciones andaluzas y cantos flamencos. Un grupo de españoles y mestizos jugaban a los naipes y apostaban tarros de generoso vino, con lo cual celebraban la llegada de unas barricas procedentes de Valencia, Murcia, Málaga y Alicante que hacía más de un año estaban en el puerto de Veracruz. Cuando doña Agustina Andrade recibió en una de las mejores habitaciones de su posada del pequeño pueblo de Tlaltenango a los dos cansados forasteros que cargaban el pesado arcón, por supuesto que nunca se imaginó las aglomeraciones que años después causaría el contenido del misterioso baúl. No queriendo interrumpir el jolgorio, los dos jóvenes que cargaban el arcón tampoco se decidieron a pedir un vaso de agua para mitigar el calor y la sed que a leguas se les notaba. Descansaron unos minutos de su carga y enseguida preguntaron por un hospedaje para pasar la noche. Los celebrantes de bailes y cantos, incluso ocupados en las barricas que recién habían llegado, se acomidieron a informar a los jóvenes cargadores sobre la casa de doña Agustina Andrade, quien les alquiló una habitación amplia y bien iluminada donde se dispusieron a descansar. Mientras, colocaron el arcón dentro de la misma habitación sobre una mesa de madera. Al amanecer los jóvenes se prepararon para marcharse, pidiendo a doña Agustina les cuidara el arcón en tanto resolvían otro asunto en un pueblo cercano. Pasaron varios días y doña Agustina estaba muy intrigada, pues los dos jóvenes no regresaban, de modo que decidió guardar el baúl y esperar el regreso de sus dueños. Una de esas noches, la posadera pasó por la habitación y escuchó una música muy suave, despertó a sus hijos e hijas y todos la oyeron. Poco después notaron un resplandor y perfume de sándalo saliendo de la misteriosa caja. Pasados tres meses de la llegada del baúl, de una u otra manera los vecinos se enteraron del portento. Entre dudas y temores, la mayoría del pueblo y la misma doña Agustina acordaron notificar del extraño caso de la caja abandonada que exudaba música, luz y aromas florales. En aquel año estaba al frente de la orden franciscana del monasterio y templo de la Asunción de María (hoy Catedral de Cuernavaca) Fray Pedro de Arana, quien buscó al alcalde mayor de Cuernavaca para que juntos verificaran los hechos que les reportaron los habitantes de Tlaltenango. Pueblerinos, autoridades civiles y eclesiásticas llegaron hasta la casa de doña Agustina, ocuparon la pieza donde estaba el para entonces ya famoso arcón, cerraron puertas y ventanas… y se verificó de nueva cuenta el portento de música, luz y aromas florales brotando de la caja. Fray Pedro de Arana se sintió designado por el cielo para abrir el arcón. La expectativa crecía entre los concurrentes. Grande fue la maravilla al abrirlo y mostrarse su contenido que resultó ser la imagen de la Virgen María, a la cual de inmediato se le nombró De los Milagros por el magnífico despliegue de portentos que precedió a su aparición. De inmediato se procedió a organizar una fiesta de bienvenida para la Señora del Cielo, por lo que el 30 de agosto de 1720 se inició un novenario para consagrar tan dichosa aparición. El cumplimiento de las peticiones hechas por los devotos creyentes convirtieron al Santuario de Nuestra Señora de los Milagros en uno de los más concurridos de la entidad –similar a la afluencia que registra el Santuario del Santo Señor de Chalma–, llegados al de Tlaltenango peregrinos del Distrito Federal, especialmente de los poblados de Ixtapalapa, Xochimilco, Almoloya del Río, San Pedro Altapulco y San Francisco Tlaltelco  así como de comunidades del estado de México, Puebla, Guerrero y Oaxaca… Con prácticamente 300 años de existencia, mañana jueves cerrará la circulación vehicular por la 299 edición de la feria de Tlaltenango. Pronunciada la cuesta, ¿es peligroso el sitio donde es celebrada? Vecinos viejos hay que cuentan que en los albores de la década de los sesenta un camión de la línea Ometochtli al que se le “chorrearon” los frenos se precipitó sobre la bajada de la avenida Emiliano Zapata. Venía de Tepoztlán rumbo a su terminal que estaba en la calle Leandro Valle, cerca de la esquina de Matamoros que refería la estatua de los Niños Héroes. Pero no llegó. El autobús sólo detuvo su loca carrera banqueteando, recargándose en un taller mecánico que estaba una cuadra abajo de la esquina de Obregón y Ávila Camacho. Murieron los pasajeros. Pudieron fallecer muchos peatones, pero afortunadamente no eran días de feria. Respetando la tradición, quizá es hora de pensar en reubicar el festejo, digamos cerca de la sede actual, en la pequeña explanada de San Jerónimo… (Me leen mañana).

 

José Manuel Pérez Durán
jmperezduran@hotmail.com

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