En julio de 2020, Cuernavaca empezaba a padecer los primeros estragos de la pandemia del Covid-19. Pero ni por asomo imaginamos el infierno que venía, que la enfermedad duraría tanto tiempo. Por esos días se aproximaba la Feria de Tlaltenango, distinta, sin venta de bebidas etílicas y tampoco puestos de barbacoa para comerla ahí, sino sólo para llevar, nada de comerciantes foráneos y un número reducido de barbacoyeros. Limitado al cincuenta por ciento el número de comerciantes y obligado el uso de cubrebocas a los feriantes, la autoridad autorizó una feria religiosa y poco comercial.
El 8 de septiembre no se celebra la aparición de la Virgen de los Milagros, sino la conclusión del novenario en la pequeña capilla aledaña a la parroquia principal. Los nueve días de rosarios comenzaron el 30 de agosto del año 1720, una vez que las autoridades eclesiásticas y civiles de Cuernavaca atestiguaron el prodigio del arcón “olvidado” por unos forasteros que, tras meses de estar guardado y sin abrir, de su interior comenzaron a brotar música, luz y aroma de flores. El cumplimiento de las peticiones de los devotos creyentes convirtieron al Santuario de Nuestra Señora de los Milagros en uno de los más concurridos de la entidad, llegados a Tlaltenango peregrinos del Distrito Federal, especialmente de los poblados de Ixtapalapa, Xochimilco, Almoloya del Río, San Pedro Altapulco y San Francisco Tlaltelco así como de comunidades del estado mexiquense, Puebla, Guerrero y Oaxaca.
Los tiempos pacíficos que se fueron dificultan que la Feria de Tlaltenango retome el vuelo. ¿Cómo celebrábamos los cuernavacenses ésta que es una de las festividades católicas más antiguas de México pues ya ha cumplido tres siglos? La tradición era caminar de noche hacia el sitio del festejo, chavos y chavas, papás y mamás en los sesenta, los setenta, los ochenta y parte de los noventa. La caminata a Tlaltenango iniciaba por ahí de las dos de la madrugada. Subiendo en grupos por Morelos y Zapata, los jóvenes se trepaban en los juegos mecánicos, “ligaban” novia o se citaban con la que ya tenían, combatían el frío calentándose con el “faje” en lo oscurito o saboreando un atole champurrado, desayunaban tamales verdes, rojos y de dulce, y a poco de que amaneciera le daban “Las Mañanitas” a la Virgen y se metías a misa.
Pero no todo era miel sobre hojuelas. Los viejos recuerdan que en los albores de los sesenta se le “chorrearon” los frenos a un camión de la línea “Ometochtli” que se precipitó sobre el “tobogán” de la avenida Emiliano Zapata. Venía de Tepoztlán rumbo a su terminal que se ubicaba en la calle Leandro Valle, cerca de la esquina de Matamoros a la cual refería la estatua de los Niños Héroes. El autobús sólo detuvo su loca carrera banqueteando, recargándose en un taller mecánico una cuadra abajo de la esquina de Obregón y Ávila Camacho. Murieron todos los pasajeros, y una hija del ícono tepozteco don Ángel Bocanegra, quien había formado parte del Escuadrón 2001 que fue a la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces se hablaba de cambiar el lugar de la feria, sacarla de la avenida Tlaltenango y meterla a la placita de la iglesia de San Jerónimo, cerca de donde se ha celebrado cada año, en una zona segura que no rompería la tradición. Probablemente el alcalde José Luis Urióstegui ha considerado esta posibilidad, y por eso el “incidente” de la secretaria Alicia Vázquez, la mañana del martes pasado… (Me leen mañana).

Por: José Manuel Pérez Durán

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