Lentos, mascullando protestas, los muchachos de la vecindad se retiraron al fondo del patio. Al poco rato aparecieron el policía de la Judicial y el agente del Ministerio Público. Los lentes de fondo de botella y el traje oscuro del funcionario le conferían un aire intelectual. Frío, rutinario, comenzó a dictar el acta que el secretario tecleó vertiginoso en la “Remington” ruidosa llevada ex profeso: tal…–Siendo las veintidós horas del día
Afuera del cuartucho se apiñaba el vecindario. Los señores guiñaban los ojos, en tanto las señoras casadas y las muchachas en edad de matrimoniarse aventuraban hipótesis. Alguna recomendó darle el pésame al marido, al hombre de unos cincuenta años que recargaba su tristeza en el borde del lavadero colectivo. Perdida la mirada en el vacío, ajeno a lo que sucedía en su entorno, vestía el uniforme azul del hospital de gobierno donde trabajaba como calderero. La vecina que presumía saberlo todo cuchicheó:
–¡Pobre don “Barto”! Lo vi cuando llegó, por ahí de las nueve. No saludó. Se metió a su cuarto. Me extrañó porque a esa hora debía estar trabajando.
Cuando al fin salieron del cuartucho el agente del Ministerio Público y el policía de la Judicial, éste determinó:
–Fue un balazo nomás, al parecer calibre 22, en la mera frente. Alguno de ustedes debió escucharlo.
Una señora gorda contestó que sí, pero que pensó que era un cohete, “de esos con los que juegan los chamacos en las posadas”. El policía barrió con la mirada a los presentes. Masculló:
“¡Cómo les gusta hacerse pendejos!”, y enseguida caminó a donde estaba el cincuentón de aspecto triste. Gritó que nadie se acercara, que estaba investigando un homicidio. Algo que las señoras chismosas no alcanzaron a escuchar le dijo el policía al hombre del overol desteñido antes de sujetarlo de los brazos, encaminarlo a la calle y regresar gritando: “Aquí ya pasó lo que pasó. ¡Retírense!”.
Hacía tiempo que Bartolomé sospechaba que su mujer le era infiel, pero se resistía a creerlo. La duda le mordía el corazón, y la sola idea de estar siendo engañado lo atormentaba. Pensaba que ningún motivo le había dado para que le faltara de manera tan vil, a él, que en la intimidad “aún le cumplía como marido” y que ante la sociedad le había dado el respeto del nombre de un hombre decente. Esa mañana simuló que se iba al hospital. Como siempre, Xóchitl le dio la bendición y le preguntó qué quería de cenar. Repuso: –Nada. No me esperes. Llegaré tarde. Un compañero está enfermo. Voy a doblar turno… Tomó su chamarra y salió como hacía todas las tardes, apresurando el
paso para checar la tarjeta y llegar a tiempo. Pero no fue a su trabajo. Espió semi oculto en la esquina de la cuadra que conducía a la vecindad. Llegó la noche. Nada raro, todo normal. Pensó que estaba siendo injusto y en irse a su trabajo en el hospital aunque estuviese demorado, cuando vio que un sujeto entraba a la vecindad. Lo reconoció al instante, convencido de que no era alguien del barrio, seguro de que en algún lugar lo había visto y tal vez hasta saludado. Recordó que le habían llamado la atención la mirada altanera, el sombrero texano, las botas puntiagudas, la camisa de colores chillantes y los pantalones vaqueros y apretados del individuo alto, cuarentón, con pinta de norteño. Dudó, esperó un momento largo antes de decidir encaminarse a la vivienda que era a la vez cocina, sala y dormitorio. Tanto la amaba que pensó, porque así le convenía: “A lo mejor no están en el cuarto”. Pero sí estaban. Sorprendidos, él jadeando abajo y ella cabalgando arriba, el norteño se sacudió la montura, saltó de la cama, ágil, habituado a situaciones inesperadas, mientras la sonrisa a medias y los labios entreabiertos de la amazona adquirían el rictus de la muerte. Fugaz el instante de un tiro, sólo uno, dejaron sin respuesta los ojos felinos. La bella no vio cuando su amante escapaba ni a su marido paralizado por la rabia, disparado ya el único cartucho de la escuadra que hizo dos veces “clic”.
Los vecinos le aseguraron al policía de la Judicial, y éste simuló que les creyó, que nadie vio al burlador de honras atravesando el patio, completamente desnudo, llevando las botas en las manos, corriendo, alcanzando la calle, subiéndose a un taxi, desapareciendo en medio de la noche negra y fría. Y tampoco dijeron nada los testigos llamados el día siguiente a declarar ante el Ministerio Público sobre que el policía de la Judicial había dejado escapar al auto viudo…
Un año después, también en diciembre, los periódicos de la ciudad provinciana informaron sobre el hallazgo del cadáver de un tipo de estatura alta, al parecer norteño dados los pantalones vaqueros, las botas puntiagudas y la camisa de colores chillantes, ultimado por un hombre no identificado de un balazo certero entre ojo y ojo.
–Un tiro solamente, al parecer calibre 22 –informó a los reporteros de la nota roja Gabriel, el policía de la Judicial. “Gabo, el hermano que nunca tuve”, dijo años atrás el calderero Bartolomé cuando le prometió a Xóchitl una vida feliz...
(Me leen el lunes).
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