En el estado de Morelos no hay pueblo, colonia o calle donde no viva un o una guerrerense por nacimiento o adopción. Los hijos de guerrerenses nacidos en esta entidad son de varias generaciones, pero esta parecería una realidad soslayada. Las historias abundan. Ubicada a pocos metros de la estación del tren México-Balsas que aún estaba en servicio, las mañanas de domingos la cancha de basquetbol de los Patios de la Estación cobraba vida. Sucedió de fines de los sesenta hasta mediados de los setenta. Jugaban basquetbolistas del proletariado de Cuernavaca, obreros de la fábrica Textiles Morelos, estudiantes de la Universidad de Morelos y la “Prepa”. Otros “cascareaban” las tardes de entre semana en el Parque Revolución del centro de la ciudad, fifís, diría el clasismo de hoy. En la Estación no eran más de media docena de equipos, entre otros los anfitriones que vivían ahí mismo y los jugadores del Pato Pascual, integrada por trabajadores de la embotelladora de refrescos localizada en la colonia Amatitlán. En la escuadra del Pascual jugábamos el columnista –ciertamente no como titular–, Memo, un guerrerense de estatura regular tirando a alto, un chaparrito travieso igualmente originario del estado vecino apodado “La Mona”, tres o cuatro chavos más y Tomás Urióstegui, un calentano güero de ojos claros, ascendido de machetero a chofer en la embotelladora del logotipo del patito marinero. Tomás, quien había migrado de Apaxtla de Castrejón, en la zona norte de Guerrero, a Cuernavaca, un día nos invitó a jugar en su pueblo. Puestos de acuerdo de un domingo para el otro, salimos temprano de Cuernavaca, trepados en la caja de un camión de la fábrica refresquera que Tomás consiguió prestado. Cubrimos el viaje en dos etapas, paramos en Iguala para almorzar en el mercado municipal y enseguida continuamos hasta Apaxtla. Por ahí de las dos de la tarde llegamos con los huesos molidos a la casa de la familia de Tomás, cuya mamá nos ofreció de comer. Sentados en torno al comal de leña, nos sirvió cecina tipo guerrerense, seca, salada, de rechupete, acompañada de frijoles de la olla, desde luego salsa molcajeteada y por supuesto que más tardaba la buena señora en sacar del comal que nosotros en devorar. Luego de terminar de comer reposamos unos minutos antes de ir caminando a la cancha de basquetbol. El torneo relámpago que jugaríamos no era cualquier cosa; participaríamos una escuadra del Distrito Federal, nosotros y el equipo anfitrión. No recuerdo quién ganó, pero ciertamente los del uniforme del patito no. Previo el desfile de los equipos participantes y las madrinas de cada quinteta, la contienda terminó cerca del anochecer. Sin embargo, la fiesta iría para
largo, si mal no recuerdo, celebrada por el aniversario de la escuela normal o secundaria del lugar. El evento principal fue el baile en la misma cancha, según era costumbre, amenizado por una orquesta contratada en la Ciudad de México y uno o dos grupos de la región calentana. Nosotros nos retiramos poco antes de que terminara el baile, de manera que por ahí de la una de la madrugada llegamos a dormir en la casa de Tomás. Cansados, nos tumbamos en el suelo sobre colchones y petates distribuidos en la sala cuya puerta de salida daba a la calle. La rigidez del espacio no alcanza para comentar los detalles de la anécdota; sólo diré que uno de mis compañeros estuvo en un tris de escurrirse a la calle para batirse en un duelo a balazos con un lugareño, por un malentendido que surgió en el baile. Tomás es primo de José Luis Urióstegui Salgado… (Continúa mañana).
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