Juan cruzó el portón del penal de Atlacholohaya un lunes de marzo. Lo recibió el calor mañanero del trópico morelense, perdida la mirada en el horizonte gris, deshilachada la gorra que le cubría la calvicie prematura. Nadie fue a recibirlo, pues a nadie cercano tenía en la vida. Por un instante consideró desandar sus pasos y pedir que lo encerraran nuevamente. Estuvo un largo rato parado en la banqueta, viendo a tipos con portafolios entrar y salir del área de juzgados. Sonrió con amargura, se acordó del chiste que decía que no hay crudo que no sea humilde ni pendejo sin portafolios.

Pensaba en qué hacer, estaba confundido, no acertaba a dónde dirigirse. Reconoció que tenía miedo a lo desconocido; había estado veinte años encerrado y nada le parecía igual. Observó a la gente, a mucha, y aturdido por los automóviles que vociferaban claxonazos pensó: “Hay más coches que antes, si cruzo la calle me atropellan”. Solamente una vez había salido a la calle, cuando estaba enfermo y lo llevaron al Hospital Civil que se ubicaba en la avenida Morelos. Lo trasladaron en una camioneta sin ventanas, así que lo único que vio fueron doctores, enfermeras y policías. Pero de eso hacía un montón de años.

Ahora, con el espinazo pegado a las fachadas de los edificios, jadeando y a ratos corriendo fue como por fin se hallaba en el centro de la ciudad. Todo había cambiado, o eso le pareció. Vio más edificios, más comercios, más personas, más de todo. Hacía mucho tiempo que los billetes habían cambiado de color, diseños y poder adquisitivo. Guardaba uno de veinte pesos que un “compa” del penal le regaló apenas se enteró de que iba a salir. Reconoció la calle Atlacomulco, el puente de Amanalco, la subida de Salazar, el Palacio de Cortés, la Plaza de Armas y el Jardín Juárez. Pero nada le significaba lo mismo, los muchachos y las muchachas vestían de otro modo y distintas también se le hacían sus maneras de hablar. El vendedor de helados ya no estaba donde le compraba cuando era niño, protegido del sol debajo de un Laurel de la India en la plancha de cemento del Zócalo. Notó dos restaurantes que nunca antes vio, y se emocionó como niño admirando los coches de modelos fantásticos que había visto en las revistas “para adultos” pasadas de contrabando a la cárcel. Todo le era desconocido; dos décadas tras las rejas le habían cambiado el panorama de la vida. Acusado del delito de homicidio, se bebió a tragos gordos la sentencia completa. Se justificó consigo mismo: “De joven yo no era mal portado, broncudo ni buscapleitos. Al cabrón lo maté en defensa propia. Pero el Ministerio Público cambió los hechos, los puso al revés y el juez me condenó a veinte años. El difunto era guardaespaldas de un señor influyente. Pude haber salido por buena conducta, pero no tuve dinero para el abogado”.

La terminal de los autobuses estaba donde mismo, pero Juan debió esperar a reunir dinero para el viaje. Años más tarde contaría: “Anduve ‘canasteando’ en el mercado ALM, conseguía para comer y ahí mismo dormía, en el suelo, donde más, hasta que junté para el pasaje y me regresé a mi pueblo”. Antes, un domingo fue al penal para despedirse de su amigo. Le faltaban todavía cinco años para salir en libertad, así que prometió volver para visitarlo pero no pudo cumplirle. Nunca lo volvió a ver; le dolió porque era su único amigo, no tenía esposa, ni hijos, ni parientes cercanos. Veinte años después conversaba con amigos en su pueblo. “Caí preso muy joven, tenía diecinueve años y no estaba casado. Tuve una pareja en el penal, pero me duró poco el gusto. Salió libre, nunca vino a la visita conyugal. Entendí que tenía derecho a hacer su vida aparte”. Resumía: “Si los jóvenes me preguntan qué onda, sólo puedo decirles una cosa: eviten las peleas, dialoguen para no pelear, véanse en mi espejo”... (Me leen después).

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com 

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