A las 7.30 p.m. aún no cierran los comercios de la calle Guerrero; falta media hora para que empiecen a bajar las cortinas, así que aún hay mucha gente.

Las personas caminan en ambos sentidos, en el arroyo y en las banquetas bajo los arcos; las tiendas registran las últimas ventas del día, los peatones se estorban unos a otros, atrapados en el hacinamiento.

 Hombres y mujeres, chicos y grandes, niñas y niños forman la multitud.

 Unos se dirigen a casa caminando, otros corren a la esquina para tomar la “ruta”, y unos más dan zancadas grandes para abordar taxis.

 La tarde-noche del lunes transcurre normal, rutinaria.

De pronto, ¡pack, pack, pack! ¿Cuántos? Tres, cinco, siete estallidos se mezclan con los gritos de los comerciantes que ofrecen sus mercancías, los ruidos del tráfico vehicular, las voces que suben el volumen para dejarse oír.

Balazos.

 La gente se agolpa en la esquina de Guerrero y Tepetates.

 Observa a un hombre tirado boca abajo.

 Está muerto.

 Los curiosos conversan, dicen que uno de dos sujetos disparó.

 Huyeron.

 A las nueve menos diez, personal del Servicio Médico Forense realiza el levantamiento del cadáver del joven que más tarde será identificado como Jonathan “N”, y referido como hermano de un líder de vendedores.

 Al día siguiente, el típico funcionario que gusta de declarar de todo y para todo especulará con que los agresores eran colombianos, y aludirá el tema de la extorsión por el cobro de piso.

 De su lado, la Fiscalía General del Estado repetirá su papel de contador de muertos, de aliado por incapacidad de la impunidad… Diez meses atrás, el 8 de mayo de 2019 el centro del centro de la capital morelense fue sacudido por el asesinato del empresario Jesús García Rodríguez y el dirigente de comerciantes ambulantes, Roberto Castrejón.

 Ultimados a tiros en el costado sur del Palacio de Gobierno, el autor material fue detenido tras una breve corretiza, en la Plazuela del Zacate.

 Las víctimas eran cetemistas...

 Sólo pasaron cuatro meses cuando el 10 de septiembre fueron ejecutados dos comerciantes en la sección de comida del Pasaje Lido, a dos cuadras del Palacio de Gobierno.

 La nota roja describió a tres hombres armados, al parecer colombianos, altos y tatuados que irrumpieron en la sección de comida, dispararon y huyeron… Publicada en medios locales y nacionales, la escalada de violencia que registró Morelos en mayo de 2019 arrancó ese miércoles por la mañana.

 Cruenta, la balacera en la Plaza de Armas de Cuernavaca quedó para la historia y estigma del gobierno, asesinados por un sicario solitario Jesús García y Roberto Castrejón Jr., y heridos el fotógrafo René Pérez y una persona más.

 Cuatro días después, fue convocada una marcha en Puente de Ixtla.

 La protesta fue contra la violencia criminal y la inseguridad incesante que hace años padecen en ese municipio sureño.

 El llamado fue hecho por ixtleños desde cuentas y páginas de Facebook, para que caminaran vestidos de blanco con veladoras en las manos por la avenida principal y llegar al Monumento a la Madre, cerquita del paraje donde pocos días antes fueron asesinadas cinco personas –tres mujeres y dos hombres– que trabajaban en el Cefereso femenil número 16 ubicado en el predio rural cercano a Michapa.

 Fue en este contexto que se anunció que, por fin, la siguiente semana sería firmado el convenio de colaboración del mando único policial –o coordinado, el membrete es lo de menos– entre el Gobierno del Estado y el Ayuntamiento de Cuernavaca.

 ¿Qué ha servido para contener la violencia? El lector tiene la respuesta...

 (Me leen después).

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com

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