Los muertos de pie, ya no acostados por falta de espacio en los camposantos. ¿A eso llegaremos? Lo que sí, las ciudades pa’rriba pues a los lados no pueden seguir creciendo, no deben. En Cuernavaca el crecimiento horizontal no da más que para las lomas del poniente, ya no más al sur, ni al norte ni al este, punto menos que pegada la mancha urbana como está tabique con tabique a Santa Catarina, en territorio tepozteco, al sur Temixco, Jiutepec y Zapata, extendido el crecimiento desordenado a Yautepec; en Xochitepec casi rosando tierra ixtleña, y torciendo a Zacatepec y Jojutla en la zona cañera. Hablando de pueblos pequeños y ciudades medianas, exclaman los viejos: ¡qué tiempos aquellos, señor Don Simón! No como hoy, invadidas por el hombre la flora y la fauna, nada qué ver con los sesenta cuando algún bisabuelo platicaba que de joven iba a cazar venados en el Cerro Pelón, de Zapata, y rara vez regresaba con las manos vacías a su casa del pueblo (no colonia) de Acapantzingo. Con mucho más que ahora, pájaros multicolores, tlacuaches y tejones, iguanas y mapaches poblaban las huertas y las barrancas de Palmira, Humboldt, Leyva, Juárez. Y con el tiempo los animales no nativos que se avecindaron en espacios que les fueron propicios. En Cuernavaca no nacieron las parvadas de periquitos y loros, cuyo griterío escandaloso y vuelos de plumas verdes son un espectáculo vespertino surcando el azul del cielo. Sobre los pericos pequeños hay la versión, no confirmada, de que años atrás fueron traídos a una quinta de Santa María, para un criadero y la idea de venderlos, pero el negocio no prosperó, costaba alimentarlos, los soltaron, se adaptaron y, “románticos” como son, se reprodujeron en un abrir y cerrar de ojos. Algo parecido pudo haber ocurrido con los loros de tamaño un poco más grande y cuellos rojos. Acostumbradas a la convivencia con las personas, las hurracas del Zócalo son confianzudas, atrevidas, oportunistas. Mientras, en jardines de casas amplias que fueron convertidas en restaurantes las ardillas suelen pasarse de listas, disfrutando restos de comida en los platos dejados por los clientes sobre las mesas, trepando y bajando en árboles y bardas, caminando presurosas a la vista de clientes y meseros. Es su mundo y no deben ser agredidas, sino cuidadas. En eso del crecimiento de las ciudades, los ambientalistas coinciden: todo hacia arriba y nada a los lados. El desarrollo debe ser vertical, no horizontal, acaso fantasiosos pero imaginable el paisaje dentro de no muchos años con segundos pisos en las avenidas Morelos, Zapata, Plan de Ayala, Cuauhtémoc, Domingo Diez, Álvaro Obregón. Una ciudad como la nuestra, de topografía accidentada, calles estrechas y trazos caprichosos que fue “planeada” en tiempos remotos para la circulación de carros jalados por mulas, vacas y uno que otro buey, impensable para las personas de entonces el promedio actual de cuatro o hasta cinco vehículos automotores por cabeza. Tema de múltiples aristas y próximo el Día de Muertos, el comentario también tiene que ver con los panteones, saturados todos o casi todos por fosas perpetuas en la cultura ancestral de enterrar a los muertos, no incinerarlos y esparcir al viento las cenizas. Pasa en el Parque de la Paz, en La Leona y en cementerios de pueblos y ciudades del interior. Un ejemplo entre tantos: la ayudantía de San Carlos, municipio de Yautepec, con una población de 12 mil aproximadamente y uno o dos panteones pequeños, como el que data de 1938 que fue ampliado en el inicio de los noventa, invadido entonces por unos 4 mil forasteros que ocuparon las 950 viviendas del Infonavit construidas en el borde del casco de la ex hacienda… ¡La muerte, oh, la muerte! De ella dijeron personajes célebres: Voltaire: “No es momento para hacerse de nuevos enemigos”. George Washington: “Déjenme morir tranquilo; no voy a vivir mucho tiempo”. Chopin: “No más”. Menéndez Pelayo: “¡Qué pena morir, cuando me queda tanto por leer!”. Casanova: “He vivido como filósofo, y muero como cristiano”. Y el texcocano Nezahualcóyotl: “Percibo lo secreto, lo oculto: ¡Oh vosotros señores! Así somos, somos mortales, de cuatro en cuatro nosotros los hombres, todos habremos de irnos, todos habremos de morir en la tierra. Como una pintura nos iremos borrando. Como una flor, nos iremos secando. Aquí sobre la tierra. Como vestidura de plumaje de ave zacuán, de la preciosa ave de cuello de hule, nos iremos acabando. Nos vamos a su casa”… (Me leen después).
José Manuel Pérez Durán
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