Yacía desnuda, azorados los ojos verdes, tersa la piel acanelada sin más artificio que la argolla de mujer casada. Joven, rondando los treinta, el rostro de facciones finas, nariz recta y pómulos salientes era enmarcado por la cabellera rubia que se deslizaba sobre la espalda hasta la cintura breve. Chato el abdomen y carnosos los labios, la hilera de dientes de marfil perfectamente alineados esbozaba una sonrisa. Testigo mudo de la tragedia, los ojos amarillos del gato sentado en la mesita de noche parecían señalar las sábanas revueltas y la almohada tirada en el piso de ladrillos quebrados que insinuaban lo evidente…
Xóchitl tenía veinte años la mañana de diciembre cuando atendía a los clientes de la fonda donde recién trabajaba. Para Bartolomé su aparición fue lo mismo como si de pronto se le abrió el cielo. La acarició con la vista de pies a cabeza. Era como la flor blanca del desierto que en las noches brilla en la arena negra, la hembra más hermosa que jamás había visto. Ella pasó caminando una y otra vez a su lado. No supo lo que ordenó. “Unos huevitos, café, lo que sea”. Y pasados los años seguía preguntándose cómo se había atrevido a invitarla al parque o al sitio que ella quisiera en aquel pueblo de casas de adobe desparramadas en el valle de la sierra sureña.
–Lo que usted guste, con todo respeto –balbuceó, temeroso de su atrevimiento, resignado a ser rechazado, haciéndole brincar el corazón la respuesta de la bella que le respondió al oído, inclinada para que sólo la escuchara él y ninguno más de los hombres que la miraban codiciosos:
–Salgo a las cuatro... Sentados en una de las bancas de hierro herrumbroso de la placita bordeada por el edificio de dos pisos de la delegación municipal, la iglesia del siglo XIX y comercios chaparros que se sostenían de milagro, cuando ella le dijo llamarse Xóchitl y provenir de una cuadrilla distante mediodía de viaje en la “combi” colectiva, él confirmó para sus adentros: “Tenía yo razón: Xóchitl significa flor”. Dos horas fueron suficientes para que se contaran sus vidas. Apenado, como quien confiesa ser pecador, Bartolomé balbuceó que era viudo y sin hijos, que estaba ahí para reparar la caldera de la clínica de salud. Justificó su presencia:
–Me recomendó un amigo, mi mejor amigo, el hermano que no tuve. Nos conocemos desde la primaria. No fuimos a la secundaria, ganas nos sobraban, pero nos faltaba dinero. Yo aprendí lo de las calderas. De él poco sé, no lo he vuelto a ver…
Hacía apenas un mes que Xóchitl trajinaba en la fonda. En el pueblito donde procedía no había trabajo. Resumió:
–Tuve que venirme para ayudar a mi madre en los gastos de la casa. Mi papá se fue con otra. Tengo dos hermanos chiquitos. Yo soy la mayor…
Diez años después la casualidad reencontró a Bartolomé con su casi hermano. Se reconocieron al instante. “Estás igual”, dijeron al unísono. Sonrieron, se abrazaron, se sobaron las espaldas, evocaron sus días de niños. Pero poco les duró el gusto; estaban de prisa. Caminando en sentidos opuestos, se gritaron sus números de teléfonos y prometieron hablarse, “para que pasemos juntos el Año Nuevo”...
En la ciudad cercana al pueblo de casas de adobe el ocaso de los sesenta transcurría sin sobresaltos. Grupos de hippies holgazaneaban en el Zócalo y la música de Los Beatles monopolizaba las rockolas, insertadas repetidamente las monedas de 20 centavos por chicas minifalderas que se jalaban los cabellos y gritaban histéricas en medio de la noche fría, cuando los muchachos del barrio se precipitaron a la vecindad. La Vecindad del Cuervo, le llamaban desde los tiempos de los abuelos. Eran días de posadas, pero no iban a una. El vientecillo que bajaba del bosque congelaba en el aire las palabras. Los muchachos conocían de cabo a rabo la construcción ruinosa a la que años después la modernidad convirtió en una plaza comercial. Los cuartos distribuidos en forma de “u” abrazaban al patio de piso de cemento cacarizo, mientras la pila del patio rebozaba agua a los lavaderos distribuidos enfrente de los waters y las regaderas donde los inquilinos hacían fila. No era la primera vez que los chicos estaban ahí. Se hacían presentes en las madrugadas de los diez de mayo, para dar serenatas a las mamás, y de vez en cuando en las fiestas de quince años, habilitados como chambelanes en los ensayos bailando el vals “Danubio Azul”, repetido por la aguja del tocadiscos comprado a plazos en la tienda que regalaba un guajolote, una piñata, un cartón de cerveza Nochebuena y, según ofrecía la publicidad del spot radiofónico, además daba “un laaargo año para pagar”. Cruzaron el patio en tropel, esquivados los tendederos de ropa, pateado involuntariamente el perro viejo del portero al que nunca supieron quién le puso “El Cangrejo”, pero sí que el remoquete del can rescatado del abandono de la calle le venía bien porque cuando se enojaba caminaba de lado. Gruñó, enseñó los colmillos y ladró, pero sólo como cumpliendo su obligación de guardián, distinto a la fiera en la que se convertía en la soledad de las madrugadas cuando ponía en fuga a los intrusos. Nadie les impidió acercarse a la vivienda, pobre y limpia igual que las demás habitadas por familias de obreros, burócratas, músicos, boleros y damas del amor comprado que deambulaban cuadras abajo, en las cercanías de los burdeles de la Zona Roja. Respetuosos, frenaron en el umbral de la puerta, alargados los pescuezos para poder observar la escena pecaminosa. Del rostro de la mujer bella con mirada inquisitiva escurría un hilillo rojo casi imperceptible a la luz opaca del foco de 50 wats que pendía de un alambre pelón. Los niños intentaban curiosear, pero nada alcanzaban a ver tras la muralla de pies parados de puntas.
–¡Váyanse! ¡Qué les importa!” –ordenó una de las tres señoras de rebozo y delantal que chismeaban junto a la cama con cabecera de latón... (Continuará mañana).
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