De pronto, la llanta derecha del coche choca contra algo que el conductor no logra ver bien pero le parece un pedazo de riel que sale del piso, brillando en la oscuridad de la noche. ¡Pack! El golpe ha sido brutal, pero por seguridad no debe parar. A partir de las diez de la noche en Cuernavaca se maneja rápido, mirando a los lados, espejeando atrás, alertas ante cualquier sospechoso, pasándose con precaución el rojo de los semáforos.

Apenas lo ve para junto al foco del portón de una casa particular. Checa el neumático, sacude el carro de un lado a otro, busca con la lámpara de pilas algo que esté roto, pero por fortuna todo parece estar bien. Así que avanza cuidadoso, temiendo que le salga un delincuente en taxi o en motocicleta. Sabe que llegado el caso no le quitarían mucho; hace tiempo que casi no carga efectivo, cincuenta o cien pesos en la cartera, un montoncito de monedas en la consola del coche, la tarjeta de débito para la gasolina y algún otro gasto. La inseguridad lo volvió precavido.

A la mañana siguiente, conducir a su trabajo no le lleva más de quince minutos, brincar treinta topes y doscientos baches. Lo sabe porque los ha contado, y está acostumbrado a manejar echándole un ojo al gato y otro al garabato. Pasa despacio los topes, pero algunos resultan tan altos que raspan la panza del auto. Cruje la suspensión y él aprieta los dientes. Pero para dentadura la del policía de vialidad que no lo ve pasar. Observa a hombres y mujeres manejando entre baches y topes, sorteando a los peatones que cruzan la avenida, imprudentes, distraídos, con las miradas perdidas, hablando o mensajeando en los celulares como si nadie hubiera más que ellos, las calles fueran exclusivas de peatones y no hubiera coches.

Razona que sólo los de Cuernavaca sabemos manejar coches estándar cuando ve a un sujeto sudando la gota gorda, seguramente chilango porque frena en la subida empinada y al intentar reiniciar la marcha el auto se le va para atrás una y otra vez. Suelta la carcajada justo en el instante en que el locutor del radio dice que, junto con Toluca y Querétaro, la nuestra es de las mejores ciudades para conducir. “¡What!”, le pregunta al automovilista de junto que lo juzga loco por ir hablando solo. Su mente es un torbellino que brinca de un tema a otro. Recuerda una plática de sus empleados, quejándose de que muy pocos pasajeros de rutas han tenido la buena suerte de no ser asaltados. Les roban teléfonos celulares, cientos pues los atracos son rutinarios a lo largo y lo ancho de Morelos, así que lógicamente hay un mercado negro de estos aparatos. Los despojan del poco efectivo que traen, a los choferes les quitan el dinero de “la cuenta”, bajan de las unidades y huyen. Actúan a todas horas y en cualesquier lugares, por lo regular operan en pareja, son jóvenes, violentos y rápidos; se hacen de unos cuantos pesos, se reparten el producto del botín que gastan en drogas y a los dos o tres días asaltan otra ruta. A veces son atrapados por la policía, pero más tardan en entrar que en salir de la cárcel de Atlacholohaya y volver a las andadas. Mientras pasa por el enésimo bache, deduce

que “haiga sido como haiga sido” Cuernavaca sigue siendo bella…

VÍA el anuncio de una reforma a la Ley del Transporte, la Secretaría de Movilidad y Transporte pretende que los dueños de uber y otras plataformas parecidas paguen por el tarjetón y la revista mecánica. O sea, igual que los propietarios de taxis. Sería justo, pero también que manden al corralón los Tsurus carcachas que hace años debieron ser sacados de circulación.

QUE 81 abogados aspiren a seis magistraturas en los Tribunales de Justicia Administrativa y del Superior de Justicia, confirma dos cosas: el desempleo entre abogados y los bajos ingresos de los litigantes. Llevando meses pretendiendo enchufarse en el presupuesto, deben esperar hasta el 15 de julio… ¿asignadas las chambas de magistrado a los mejor capacitados o vendidas en un negocio de corrupción de varias docenas de millones de pesos?... (Me leen mañana).

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