En las montañas de los Altos de Chiapas, un niño de 3 años llamado Aarón sale las noches de luna llena al patio de su casa, extiende sus brazos y trata de abrazarla. “Ven mami, ven”, dice. Pero por mucho que la llama, y se pone de puntillas apurando un último centímetro, y piensa que ahora sí, que la luna es suya, entonces el niño se derrumba sobre la planta de los pies, confuso, con las manos vacías.

Una vez al mes Aaron repite el ritual en los días de plenilunio, esperando que su madre baje de un cielo al que subió hace dos años, un 13 de abril, cuando una tuberculosis pulmonar acabó con su vida. “La mamá de él también se llamaba Luna. Piensa que es ella, la llama y la llama”, me cuenta María en lengua tzeltal, descalza, con las uñas de los pies rotas y completamente cana.

La abuela de Arón está sentada en ese patio de tierra donde el niño todavía espera paciente la llegada de su madre. Al lado se encuentra la habitación de Luna, una choza oscura donde apenas se distingue el brillo de la hoja de un machete. El olor a humedad penetra hasta el estómago. “Empezó a tener fiebre y luego tos, poco a poco se fue…”

Cinco semanas en una cama de madera podrida bastaron para aplacar sus 24 años. La medicación para tratar la tuberculosis nunca llegó a la aldea de Tzaquiviljok, un poblado indígena donde, de vez en cuando, acude algún doctor en prácticas. Demasiado lejos, demasiado pobres.

Luna tomó horchata comercial para curar unos pulmones que se consumían como un cigarro en las llamas de la fiebre. La doctora fue a verla y le recetó pastillas para la gripe: “no hay más medicación”, le dijo, o lo que es lo mismo: ha llegado tu hora. El “sako bal” (tos blanca), como llaman los tzeltales a la tuberculosis, silenciaba lentamente los labios de la joven. Poco después, la doctora en prácticas firmaba su acta de defunción.

Lejos de las cumbres de Chiapas, entre los papeles del sistema de salud, el nombre de Luna y el de otros cientos de personas ha sido borrado cuidadosamente de la lista de enfermos por tuberculosis. Mientras el gobierno contrata a doctores para maquillar cifras y decir que “la enfermedad de los pobres” es cosa del pasado, mujeres y hombres siguen cavando fosas anónimas en la montaña.

Los vecinos guardaron un minuto de silencio y continuaron su trabajo en el campo de Tzaquiviljok. El único que espera ahora a Luna es un niño llamado Aaron, su hijo, que trata de encontrar en el cielo aquello que le fue negado en la tierra.

Bullicio del corazón

Recuerdo que hace unos años cuando era niño el bullicio del deseo se desgarraba de mi corazón lampiño.

Pocos después, al asomarme por sensuales precipicios, el bullicio de amor me atolondraba y el horror de la pasión avergonzaba a mi corazón sin vicios.

Más adelante, cuando quise ser hombre, e ignoré los anhelos de mi madre el bullicio de ojos bellos me atrapaba y cuatro almas infantiles cautivaban a mi corazón de padre.

Un poco más, no sé ni cuánto, y fui un dato del destino, el bullicio del deber me atosigaba y el pecado con sus labios acosaba a mi corazón mezquino.

Y ahora, cuando me miro desnudo, frente al espejo, el bullicio de los sueños se ha marchado y el silencio suavemente se ha infiltrado en mi corazón ya viejo.

Quizá mañana, tal vez nunca cuando el viento borre todo, el bullicio de recuerdos callará y la soledad sin sombra absorberá a mi insulso corazón solo.

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