El nevero pasaba después de la hora de la comida. El calor de mayo reclamaba algo fresco.  Los perritos jadeaban con la lengua de corbata, correteaban a las perritas en celo, coronaban la disputa con el espectáculo que escandalizaba a las viejas beatas y divertía a los chamacos precoces. 

El hombre alto y corpulento cargaba sobre sus hombros un bote de madera. Calzaba botas mineras, de suela de llanta. Bromeaba: “marca Goodrich Euskadi, para morir iguales”. Sonora, su voz traspasaba los muros, inundaba los patios de las casas, nos hacía agua la boca el pregón: 

 –¡Nieve de “lechi”!

 Por años, lo escuchamos los chamacos de la pandilla de la cuadra próxima a la plaza de toros con gradas de cantera rosa que años más tarde acabaría convertida en un hotel de cinco estrellas. Estaba el típico niño gordo al que le dábamos carrilla (no se usaba la palabra “buling”), el chavito fresa cuya compañía condicionábamos a que nos saludara a su hermana la güerita de ojos verdes, y el hijo de la mamá más mocha del barrio que lo metió al seminario, pero en seguida desertó porque su verdadera vocación no era la de ser padre de la iglesia católica, sino padre de más de cuatro. 

Una tarde no oímos al nevero. Extrañamos su presencia, pero sobre todo la nieve de leche, dulce, cremosa, servida en cazuelitas de harina crujiente y canela, a veinte centavos con dos bolas y a diez con una. Por la noche nos enteramos: el nevero estaba muerto. Algunos fuimos al velorio, con permiso de los papás, y otros a los que no se los dieron se escaparon apenas pudieron hacerlo. El nevero, de quien nunca supimos su nombre, yacía sobre una mesa de madera gruesa colocada en el centro del cuarto de vecindad que era a la vez sala, dormitorio y cocina. Tenía cerrados los ojos y vestía el overol de mezclilla con el que siempre lo vimos. Asomadas las puntas gastadas, las botas de minero parecían esperarlo debajo de la cama. Cuatro cirios enmarcaban el cuerpo, mientras en una canastita se acumulaba las monedas de cobre y unas pocas de plata ley cero 720 con las que cooperaban los amigos del difunto para comprar el ataúd. No sin antes gorrear un cafecito “sin piquete” (el chorrito de alcohol del 99 era sólo para los adultos), los chavitos nos retiramos del velorio por ahí de la medianoche. Se podía, vivíamos las vacaciones de verano y las levantadas no eran temprano como cuando había clases. 

Seguimos extrañando al nevero gritón, acostumbrados a su paso puntual y sus ocurrencias hilarantes. Fue hasta una semana después que el chisme corrió por el barrio. Contaron que ya de madrugada la viuda y un compadre del muerto se quedaron solos, velándolo. Agotados por el cansancio, a punto de vencerlos el sueño, la viuda creyó ver que su marido abría los ojos. Pero no era su imaginación. De pronto, el nevero se incorporó, se sentó sobre la mesa, observó las velas encendidas y al ver a su mujer y su compadre abrazados por el miedo, pensó que le ponían los cuernos. Soltó una retahíla de maldiciones y exigió su bote para empezar a hacer la nieve. No estaba muerto. “Fue un ataque de catalepsia”, diagnosticó el médico. En el barrio le pusimos “El Aparecido”, y cuando nos portábamos mal nuestras mamás nos decían que se nos iba a aparecer “El Aparecido”. Pero no conseguían asustarnos. La nieve de “lechi” podía más que nuestro miedo... (Me leen después).

Por: José Manuel Pérez Durán

jmperezduran@hotmail.com 

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