De unos años a la fecha la costumbre se ha revertido. Cada vez más negocios, medios de comunicación, discotecas, restaurantes, escuelas e instituciones públicas celebran el Día de Muertos de origen prehispánico. El Jalowin es parte del oropel con sus vampiros, zombis, brujas, hombres lobos, entre otros engendros, pero afortunadamente la tendencia por esta preferencia de origen anglosajón ha ido a la baja. Por fortuna para nuestras tradiciones parecerían estar de vuelta y con mayor fuerza “las calaveras”, con y sin rima, las ofrendas (aunque hoy día resulte una sangría al presupuesto familiar) y fortalecer la costumbre de comer los guisos y disfrutar de la música preferidos de los difuntos, sobre o a un lado de sus tumbas. 

Con sus variantes, en múltiples entidades del país el Miquixtli es uno de los tesoros de México. Considerado “patrimonio intangible” de los mexicanos, de la isla de Pátzcuaro, en el lago de Janitzio en Michoacán, hasta las comunidades mayas de Chiapas, pasando por Tepoztlán y Ocotepec en Morelos, el Miquixtli es la capacidad de los mexicanos de reírnos de o con La Pelona, aunque en realidad todos nos morimos de miedo (valga la redundancia). 

El martes 1 de noviembre recordaremos a los “muertos grandes”, el lunes 31 de octubre a los “muertos chiquitos” y el miércoles 2 de noviembre levantaremos las ofrendas y sus flores para llevarlas al panteón. 

Es inevitable pensar y escribir sobre el Día de Muertos, y no remitirnos solamente a que en el México de hoy la parca tiene mucho trabajo.  Irreverente o respetuoso, el culto a la calaca es una parte de la cultura mexicana que hunde sus raíces en el pasado indígena. Se puede comparar la actualidad de hiperviolencia en nuestro país con la práctica de las muertes rituales ejecutadas por los mexicas, cuyos guerreros debían atrapar vivos a sus contrincantes para ofrendarlos en sacrificio a Hutzilopochtli, el dios de la guerra. Se entiende que aquellas eran “ejecuciones” en la parte de una cultura que tenía como el más precioso regalo a los dioses la sangre y el corazón. En el contexto Occidental y actual es una práctica bárbara, pero con un fin místico y religioso que a los ojos de los europeos del siglo XVI fue una costumbre atroz, y hoy, ni se diga. Se podría decir que por ello resulta aberrante la barbarie que campea en México –ensañada en Guanajuato, Zacatecas, Jalisco, Morelos, etc.–, por mucho que la violencia fuera una moneda ancestral de cambio en estas latitudes. 

Sin entrar en comparaciones, porque cada cultura tiene sus formas de manifestarse, vamos a repasar algunos detalles del origen de nuestro Miquixtli. Entre los antiguos mexicanos, el tzompantli fue la práctica de decapitar a las víctimas de los sacrificios humanos y conservar sus cráneos en una empalizada de madera. El tzompantli era un altar ante la vista pública donde se empalaban las cabezas aún sanguinolentas de los cautivos sacrificados con el fin de honrar al dios de la guerra, Huitzilopochtli. Los primeros europeos que escribieron sobre los tzompantlis fueron Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo y Andrés de Tapia. Se menciona que sólo en Tenochtitlan existían siete tzompantlis. La raíz de la palabra tzompantli proviene de las palabras nahuas “tzontli”, que significa cabeza o cráneo, y “pantli”, que es hilera o fila, por lo que tzompantli significa “hilera de cráneos”. Este nombre también se usa para llamar al árbol de colorín con cuyo fruto se hace un guisado, las tortitas capeadas de colorín, que al igual se prepara en quesadillas, tacos o en adobo.  El árbol de zompantle es típico del centro de México, y de su corteza también se pueden fabricar máscaras debido a que es esponjoso y carnoso. Algunos tzompantlis se han encontrado en exploraciones arqueológicas. En 1951, hallaron uno en Chichén Itzá, y en 1970 el arqueólogo mexicano Eduardo Matos Moctezuma encontró otro en Tula. Pero el más conocido de todos es el del Templo Mayor de la Ciudad de México, que, de acuerdo a diferentes estimaciones antiguas, llegó a tener cerca de 60 mil cráneos humanos al momento de la llegada de los españoles, en 1521. El tzompantli pasó a la historia dejando su herencia en la cultura mexicana. Verbigracia, el pan de muerto y el altar del Día de Muertos presentan elementos culturales como fruto del sincretismo de la tradición católica y del arte del terrible tzompantli. Además, diversos artistas actuales han retomado los motivos y la iconografía del lúgubre altar. ¡Feliz Día de Muertos!.. (Me leen mañana).

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com 

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