Realizada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en la primera quincena de diciembre pasado, la encuesta destacó a Cuernavaca entre las seis ciudades mexicanas más peligrosas junto con San Luis Potosí (SLP), Fresnillo (Zacatecas), Coatzacoalcos (Veracruz), Ecatepec de Morelos (Edo. Méx.) y Cancún (Q. Roo). Dado a conocer esta semana, el muestreo señaló que el 68.1% de la población de 18 años y más consideró que vivir en su ciudad es inseguro. Como en Cuernavaca. En el sentido puesto, la propia Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana concluyó que las ciudades con la menor percepción de inseguridad son Los Cabos y La Paz (Baja California Sur), San Pedro Garza García y San Nicolás de los Garza (Nuevo León), Mérida (Yucatán) y Saltillo (Coahuila). Sin embargo, aparte estadísticas oficiales la cruel realidad ratifica que nunca como ahora los niveles de inseguridad en Cuernavaca fueron tan elevados. Y en la percepción social, confirmados por la cotidianidad de eventos criminales, coincidente en tiempo el informe de la encuesta citada con el asesinato a balazos de un civil y las lesiones a un agente de la Policía de Investigación Criminal, el mediodía de anteayer en una cafetería de la avenida Río Mayo. Ya en 2019, la nuestra salió en el lugar 19 de las ciudades más violenta del mundo. Esto, de acuerdo al “ranking” del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, al lado de localidades nacionales y extranjeras como Celaya, Culiacán, Ciudad Juárez, Recife, Cali o Detroit. Según los números de la citada organización, el año pasado fueron asesinados en la capital morelense 50.91 personas por cada 100 mil habitantes. La comparación ilustra el tema. Los viejos de Cuernavaca se acuerdan del pasado, lo añoran, de eso platican con hijos y nietos. En contraposición con el presente, antes sucedía poco o prácticamente nada. La nota roja consignaba homicidios por venganzas, una que otra “hazaña” de carteristas que “trabajaban” limpiamente, sin tocarle un pelo a los distraídos; “zorreros” sigilosos cargando en las madrugadas la platería extraída de mansiones acaudaladas, pleitos de vecindad, chismes de mercados. Eran noticia las que hoy son nimiedades, así que cuando pasaba algo fuera de lo común se volvían tópicos de sobremesa durante meses. Consignados a lo largo de la década de los setenta, sucesos criminales que sacudieron a la opinión pública fueron el secuestro de una millonaria estadounidense y el primer “bancazo en el Banamex La Selva”, ambos a cargo de la guerrilla de Lucio Cabañas; los asesinatos de unos mecánicos en las inmediaciones del balneario Palo Bolero perpetrados por policías judiciales, o el homicidio de una secretaria del hotel Casino de la Selva que fue un escándalo. Insistentes, los comentarios corrían de boca en boca en la calle, las casas, mercados, oficinas, fábricas, de modo que al fuereño que los escuchaba y pensaba que acababan de ocurrir los lugareños le aclaraban que “eso” tenía meses de haber acontecido. La serenidad venía del pasado inmediato. En1966, Cuernavaca tenía más o menos la sexta parte de la población actual. La ciudad respiraba la tranquilidad de las casas con ventanas abiertas de día y de noche, limitada la nota roja a la eventualidad de crímenes pasionales, carteristas de dedos finos y uno que otro hurto callejero, controlada la delincuencia por los policías judiciales y dedicados los gendarmes municipales –en recorridos pie a tierra o a bordo de la temible “Julia” (las patrullas de ahora)–, a la caza de parejitas cachondas fajando en lo oscurito y ebrios idiotizados haciendo pipí en las banquetas.. (Me leen después).

Por JOSÉ MANUEL PÉREZ DURÁN / jmperezduran@hotmail.com

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