Mientras tanto, la rutina.

Es el reordenamiento urbano y vial de Cuernavaca un tema inaplazable, un desafío que si lo superamos generará mejores condiciones a la ciudad. Lo dijo más o menos así el alcalde José Luis Urióstegui, hace pocos días en la clausura de la instalación del Comité de Desarrollo Urbano, Vivienda y Obras Públicas. No asentó nada nuevo, pues más viejas que las colonias que fundó su papá Don Pepe es la problemática de los baches y la basura. Pero lo dijo bien. Tal ha sido rutina que no por antigua deja de encabritar a la gente.

Si no caes en uno, te precipitas en otro. Son tantos, que los automovilistas no los podemos evitar. “Cuernabaches” o la ciudad en donde se conduce zigzagueando, “democráticos” los hoyancos pues agarran parejo lo mismo a vehículos de lujo que automóviles modestos o carcachas. Además de la basura los padecemos todo el año, y hoy más que nunca. Los más profundos quiebran suspensiones, truenan amortiguadores, rompen rines y llantas. Pero los estropicios no son pagados por el responsable, o sea el gobierno, sino absorbidos por los dueños de los vehículos dañados. Vale decir: hacen doble coraje, uno por el daño y dos por el desembolso de sumas a veces muy altas que en estricta justicia deberían correr a cuenta del Ayuntamiento. Así ha sido siempre en Cuernavaca, pero hace meses que la cosa está peor. La nota viene a cuento. O la nostalgia, según: En noviembre de 2016, el gobierno de la CDMX contrató un seguro que se dijo funcionaría más o menos así: el automovilista caía en un bache o una alcantarilla sin tapadera. ¡Pack! Se “orillaba a la orilla”, telefoneaba a la compañía de seguros, llegaba el ajustador, comprobaba el daño, tomaba fotografías, le pedía al conductor la licencia y la tarjeta de circulación, llenaba un formulario y a los diez días la aseguradora pagaba el daño. Sobre si en realidad esta maravilla funcionó o no, el tiempo borró la respuesta. Los estropicios continúan.

De pronto, la llanta derecha de tu coche choca contra algo. El golpe ha sido brutal, pero por seguridad decides que no debes parar. A partir de las diez la mayoría manejamos rápido, espejeando atrás y a los lados, pasándote el rojo de los semáforos, alerta ante cualquier cosa rara. Temes que reparar la suspensión te costará un ojo de la cara. Mientras tanto, te conformas mentándole la madre al gobierno, aunque con ello no ganes nada. Apenas lo ves, paras junto al foco del portón de una casa particular. Revisas el neumático, sacudes el carro, te agachas, buscas con la lámpara de pilas algo que esté roto pero por fortuna todo parece estar bien. Menos mal. Llegas a la calle donde vives y ahí también el alumbrado artificial brilla por su ausencia. Avanzas cuidadoso, temiendo que te salga un delincuente en taxi o en motocicleta. Piensas que llegado el caso no le quitarían mucho: hace tiempo que casi no carga efectivo, cincuenta o cien pesos en la cartera, un montoncito de monedas en la consola del coche, la tarjeta de débito para la gasolina y algún otro gasto. La inseguridad te volvió precavido. Así llevas viviendo los últimos años. ¿Cuántos? Más o menos los mismos que tiene tu hija que se acaba de casar…

VALE la perogrullada: todo lo que empieza, termina. El camino recién ha comenzado, llevará tiempo recorrerlo pero el final llegará, inexorablemente. Hoy presenciamos una película que los de mi generación sabemos de memorial, poco importa cómo empezó, el desenlace será el mismo. Ninguna pesadilla es eterna… (Me leen después).

Por: José Manuel Pérez Durán

jmperezduran@hotmail.com 

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