El testimonio de amigos y vecinos de Luis Ángel es en el sentido que grabó a policías abusivos, fue amenazado y después asesinado con un disparo de arma de fuego. El ataque fue grabado, pero los policías se quedaron con el teléfono. Intimidados por el vecindario, los uniformados huyeron. Luis Ángel se dirigía a su trabajo. Sucedió la noche del lunes… 

La historia: Ubicada a pocos metros de la terminal del tren México-Balsas que aún estaba en servicio, las mañanas de domingos la cancha de basquetbol de los Patios de la Estación cobraba vida. Era los fines de los sesenta hasta mediados de los setenta. Jugaban basquetbolistas del proletariado de Cuernavaca, trabajadores de establecimientos comerciales y obreros de la fábrica Textiles Morelos, estudiantes de la Universidad de Morelos y la “Prepa”. Las tardes de entre semana “cascareaban” en el parque Revolución del centro, chairos y fifís, diría el clasismo de hoy. No eran más de media docena de equipos, entre otros las quintetas de los anfitriones que vivían en La Estación y la del Pato Pascual, integrada por trabajadores de la embotelladora de refrescos que se localizaba en la colonia Amatitlán. En el Pascual jugábamos el columnista –no ciertamente como titular–, Memo, un guerrerense de estatura regular tirando a alto, un chaparrito travieso, igualmente originario del estado vecino apodado “La Mona”, tres o cuatro muchachos más y Tomás Urióstegui, este último, un calentano güero de ojos claros, ascendido de machetero a chofer de la embotelladora con el logotipo del patito marinero. Tomás, quien había migrado de Apaxtla de Castrejón, en la zona norte de Guerrero, a Cuernavaca, un día nos invitó a jugar en su pueblo. Puestos de acuerdo de un domingo para el otro, salimos temprano de Cuernavaca, trepados en la caja de un camión de la fábrica refresquera que Tomás consiguió prestado. Cubrimos el viaje en dos etapas, paramos en Iguala para almorzar en el mercado municipal y enseguida continuamos hasta Apaxtla.

Por ahí de las dos de la tarde llegamos con los huesos molidos a la casa de la familia de Tomás, cuya mamá nos ofreció de comer. Sentados alrededor del comal de leña, nos sirvió cecina tipo Guerrero, seca, salada, sabrosa, acompañada de frijoles de la olla, salsa molcajeteada y tortillas de mano que más tardaba la buena señora en sacar del comal que nosotros en devorar. Luego de terminar de comer reposamos unos minutos antes de dirigirnos caminando a la cancha de basquetbol. El torneo relámpago que jugaríamos no era cualquier cosa, participaría una escuadra del Distrito Federal, nosotros y el equipo anfitrión. No nosotros no ganamos. Previo el desfile de los equipos participantes y las madrinas de cada quinteta, la contienda terminó cerca del anochecer. Sin embargo, la fiesta iba para largo, si mal no recuerdo celebrada por el aniversario de la escuela normal o secundaria del lugar. Lo principal fue el baile en la misma cancha, según era costumbre amenizado por una orquesta exprofeso contratada en la Ciudad de México y uno o dos grupos de la región calentana.

Nosotros nos retiramos poco antes de que terminara el baile, de manera que por ahí de la una de la madrugada llegamos a dormir en la casa de Tomás. Nos tumbamos en el suelo sobre colchones y petates distribuidos en la sala cuya puerta de salida daba a la calle. La rigidez del espacio no alcanza para comentar los detalles de la anécdota; sólo diré que uno de mis compañeros estuvo en un tris de escurrirse a la calle para batirse en un duelo a balazos con un chavo apaxtleño, por un malentendido que surgió en el baile. Cantaría el   enorme Alberto Cortez: “Qué cosas tiene la vida, Mariana”. (Me leen mañana).

 

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