Canoso el puñado de cabellos que se le asomaba bajo el ala del sombrero de fieltro, el hombre era flaco y alto, tenía el rostro surcado por arrugas y la piel tan blanca que parecía transparente. Los niños de la cuadra que lo observábamos haciendo equilibrios en la cima de la ancianidad le calculamos setenta y tantos años, pero quizá tenía menos y lo que pasaba era que había sufrido más de la cuenta. Su mirada taciturna explicaba por qué nunca lo vimos sonreír. Se le sabía acompañado de un gato gris de ojos celeste… y de su soledad.
 Le decíamos El Nazi, pero alemán no era, sino uno de tantos estadunidenses pensionados que llegó de vacaciones y acabó viviendo sus últimos días en la casa de la Alameda en Zacatecas. “Es un veterano de la guerra de Corea”, cuchicheaban las señoras chismosas del barrio de calles adoquinadas.  Habitaba una casa de un nivel, maciza, de muros gruesos cuyo umbral de cantera rosa abrazaba la puerta de madera que crujía en las noches de viento ululante. Dos ventanas de la sala miraban al pequeño jardín poblado por yerba seca.

Las caminatas del anciano lo delataban como lo que era, un militar. Sus giros en las esquinas eran rápidos, precisos, y fija su mirada taciturna. “Si no habla es porque no tiene qué decir”, justificaba una vecina que aseguraba que alguna vez le dijo “buenos días” en español champurrado. El hombre alto y rubio daba la sensación de contar los pasos en silencio, rutinarias sus caminatas de ida y vuelta en los atardeceres bajo el túnel formado por los árboles de la Alameda.

La imagen del Nazi era común para la gente del centro de la ciudad colonial otrora rica por las minas de plata. Apenas empezaba el invierno, las personas se encerraban en sus viviendas. Afuera el viento gélido que se clavaba como agujitas en el rostro ahuyentaba a los paseantes de la Alameda verde moteada de gris. Pero no al hombre de ojos azules como el cielo y tez blanca como la nieve. Sus caminatas arrancaban con la tercera campanada de la iglesia cercana que llamaban al rosario de las seis y terminaban a las seis y media en punto, apurado el trote de las beatas cubiertas de la cabeza con mantos negros por llegar al calorcito de las cocinas de carbón. 

Una tarde decidimos ir a la casa del anciano para asomarnos por el ojo de la cerradura de la puerta y comprobar si era cierto que tenía un ataúd recargado en la pared de la sala. En el barrio contaban que hacía años había comprado un féretro y pedido a su notario de confianza que cuando llegara la hora lo metieran en la caja. Mientras tanto, prestaba el cajón a personas pobres que tenían un muertito en la familia, pero no contaban con el estuche para darle cristiana sepultura. Entonces El Nazi ponía el ataúd y la familia ponía el difunto, lo velaban, al día siguiente lo llevaban al panteón, lo enterraban envuelto en un petate y enseguida regresaban el féretro a la casa de la Alameda. Esa tarde comprobamos que el ataúd negro con remaches plateados seguía recargado en la sala. Aprovechamos la hora de la caminata del Nazi para turnar nuestra curiosidad en el ojo de la cerradura. Recorrí con la vista la estancia, y noté sorprendido que lucía impecable. El viejo de las caminatas puntuales vivía solo y no tenía servidumbre, así que deduje que él se encargaba de barrer, trapear y sacudir el polvo. El sofá de cuero y un par de sillas tapizadas con el mismo material lucían impecables. Del techo colgaba una “araña” de cristal que se insinuaba valiosa, quizá importada de Estados Unidos. El cuadro que coronaba el sofá enmarcaba el retrato de un hombre y una mujer, buen mozo él y ella sencillamente hermosa. Eran el Nazi y su esposa posando cuando se casaron. Una tarde los vecinos vieron que el féretro ya no se encontraba recargado en la pared, al otro día tampoco, ni al tercero, ni al cuarto. Había llegado la hora de que el hombre güero y alto ocupara el ataúd. Y nuestra imaginación de niños vio a un joven sonriente que contaba los pasos llevando del brazo a la muchacha rubia de la foto de la Alameda… (Me leen mañana).

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com 

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