Anoche volví a soñar a Martín, mi hermano. Lo vi sereno y hermoso a pesar de la mirada melancólica con la que me vio en esa atmósfera de claustro en la que nos encontramos.

Un murmullo dulce de voces infantiles emanaba del rincón oscuro donde él yacía desnudo y lleno de heridas. La cama rústica de madera se hundía con él en un precipicio de escalones que me impedían acercarme y abrazarlo.

Él escuchaba mi voz y sonreía. Con tristeza bajaba la mirada hacia sus piernas, como mostrándome que no las podía mover y por lo tanto yo tendría que alcanzarlo a través de un laberinto de recuerdos que me hacían extraviarme en algo que entendí como un recorrido acelerado por las edades de mi consciencia.

Me movía con la torpeza de un anciano muy agotado en sus facultades e insistía en explorar caminos que invariablemente me alejaban de mi hermano. Por momentos, al lograr bajar un par de escalones, un entusiasmo infantil me impulsaba y logré mis mejores avances hasta estar muy cerca, pero él no me vio ni escuchó.

Desesperado, con una opresión de soledad y extravío azuzando mi corazón, corrí por los escalones y tuve la sensación de ir envejeciendo en cada nuevo peldaño, pero constaté que aunque tampoco lograba alcanzar a mi hermano, al menos esta vez él me veía y escuchaba. Me sonreía con dulzura.

Seguí avanzando y envejeciendo hasta sentir el peso lapidario de la vida que me agotaba las esperanzas de estar con Martín y platicar con él.

Una ráfaga violenta de bruma azotó mi cara y me hizo precipitarme por varios escalones al tiempo que en la consciencia aparecía un remordimiento diáfano que movió fibras muy dolorosas en un reflejo de heridas abiertas que sangraban por la caída.

El coro infantil se convirtió en un lamento, como evocación de luto en la vigilia de las horas tristes.

En ese momento supe que jamás podría imaginar lo que sufrió Martín en su corta vida que nació perfecta y que terminó pudriéndose en esa cama maldita, indigna aún del peor asesino.

Trece años de postración y olor a orines, pañales sucios que se agusanaban y le llenaban de bichos su piel blanquísima. Trece años de pan ensopado en leche, de llagas en la espalda y los dedos de la mano cortados por los hilos de las sábanas viejas.

Desde mi humillante posición de anciano perdido en un laberinto de culpas y temores, le grité a mi hermano esperanzado en recibir una indicación de cómo llegar a él y ayudarlo. ¡Ay, Martín, hermanito hermoso!, ¡ay de nosotros que no supimos amar tu niñez atrofiada!, ¡ay de mí que estoy frente a ti y no sé nada!, ¿qué hago para detener tu martirio? Quiero ser tú, Martín, aunque sea por un momento prestarte mi voz y mi pasión para que te asomes a la vida que no disfrutaste y nos cuentes tus sueños y las verdades de tu corazón. Danos la oportunidad de conocerte y perdónanos la indiferencia, el corazón de piedra, la escasa misericordia. Si yo fuera tú estaría enojado y lleno de reproches. ¿Qué azar maldito te hizo caer y nos tiró a todos por ese escalón? Niño hermoso que a tus dos años caíste para nunca más volver a caminar ni hablar...

Y vi a Martín levantarse de la cama envuelto en un lienzo de lino. Su rostro compasivo de serafín me obsequió una sonrisa amorosa. Cuando habló lo hizo con serenidad pero con firmeza, como si se dirigiera a un jurado oculto entre las sombras: -Yo, Martín, reclamo a Dios su alevosía y la falta de milagros. ¿Qué santidad justifica mi postración?; ¿qué cielo me compensa los besos qe no di, el primer amor que no tuve, el sexo dulce de una mujer que nunca llegó a mi cama?; ¿qué rebelión infernal se impidió con mi dolor de hijo roto que vio a su madre llorar de rabia y amargarse la vida con culpas?; ¿qué hago con el miedo de mis noches solas y mis sueños horribles?; ¿cómo les hago saber a ustedes, mis hermanos, que los amo y disfruto verlos sanos, libres y llenos de planes?; ¿cómo les explico que mi corazón se llena de angustia de imaginar que les pueda ocurrir lo mismo que a mí, o que se pone loco cuando los escucha llegar de la escuela y aunque no me hacen caso ni voltean a verme, me imagino que algún día voy a acompañarlos con mi uniforme y el morral de útiles? Mi cama es dura y huele mal pero ya me acostumbré, sólo lamento que ustedes tengan que sufrir con el olor a orines y pan agrio cuando vienen a echarme un ojo por encargo de mi mamá. No lo saben, pero como siempre estoy solo, en las noches viene Macario y me acompaña con sus ranas y entre los dos jugamos a destriparlas y nos encanta ver cómo ellas se divierten al verme reír de sus patas todas dobladas y dicen que se parecen a las mías. También dicen que mi panza está hinchada y muy blanca, como la de ellas. Ellas saben que muchas veces he deseado probar un poquito de eso que ustedes comen, tomar café juntos y ser parte de la repartición de galletas en el desayuno. Todo huele muy sabroso pero yo me conformaría con sentarme con ustedes y charlar un poco aunque no pruebe nada. Me encantaría ir a misa los domingos y que me lleven al cine o al circo aunque fuera una vez. Siempre en familia, pues para soledad ya tuve bastante. Que mi mami, o alguno de ustedes, me cuente un cuento o me cante una nana para dormir sin miedo. De haber crecido normal me habría gustado tocar el violín como mi papá o ser cantante; jugaría beisbol y tendría una novia morenita muy hermosa a la que todos los días le regalaría uvas y picafresas y la invitaría al cine. Le enseñaría a escribir a mi papá y le pondría un restaurante a mi mamá donde ella fuera la jefa y nunca más tuviera que padecer pobrezas ni sufrir vejaciones de gente abusiva. No sé decir mucho más pues mi vida fue breve y conocí poco del mundo, pero mi corazón siente tantas cosas que apelo a la bondad de ustedes para definirlas y con ello me regalen un poco de la vida que sus ojos ven. Mi historia ocurre en un cuarto de vecindad y ahí supe de dolor, pobreza y soledad, por eso mis conceptos para describir otro mundo son confusos; me mueve el arrebato, la furia de la pasión arrinconada en mi cuerpo roto. Con rabia, mi alma lucha por comprender su sino, se agita mi sangre y me retuerzo como rana destripada, me siento como aquel ángel caído exhibido en un retablo religioso que habita entre mis pocos recuerdos. ¿Rabia de qué? parece decirme el arcángel justiciero de esa misma escena; ¿acaso no mueren niños inocentes cada día?, parece responder sardónico ese demonio en desgracia postrado a los pies de Miguel, el jefe de los ejércitos de Dios. No sé si sea justa mi rabia, pues cuando se cae en desgracia parece que Dios nos quita hasta el derecho de quejarnos, pero pienso que tengo motivos para al menos reprochar la falta de amor y misericordia de quienes viéndome tirado me hicieron sentir como un estorbo. Yo nací antes que mis hermanos y los amo, pero no sé si ellos me amaron a mí. Me gustaría pensar que sí, pues no puedo imaginar el remordimiento y culpa que sentirán en su vejez, si no. No quisiera que nadie pasara lo que yo y mucho menos que ninguna madre sufra lo que sufrió la mía desde aquella tarde maldita en que me caí de la andadera a mis dos años y nunca más volví a caminar ni hablar. Dejen que mis huesos se hagan polvo y se borre para siempre el sino original de mi vida. Permítanme renacer sin culpa en el albedrío de un ave o el arrebato apasionado del mar...

Martín me miró por última vez y volvió a ser un niño de dos años. Lo vi avanzar con su andadera por los escalones, divertido y seguro de que lo peor ya había pasado. En el laberinto se abrió una puerta de la que salieron legiones de niños que lo acompañaron y recogían su cama vieja de madera, un costal de pañales sucios y una rana de juguete abierta por la panza.

El hermoso grupo se desvaneció y me dejó solo en ese limbo de brumas y expiación de los niños mártires de todas las eras y las estupideces humanas.

Me despertó la congoja y el remordimiento por ser consciente de mis pecados más vergonzosos.

En la noche fui a la iglesia a orar; soy Elías y quisiera sentir la fe devoradora del profeta para ofrecerle a Martín la certeza de Dios y el celo por su paz.

 

¡Ay mísero de mí, ay, infelice!

Apurar, cielos, pretendo, ya que me tratáis así qué delito cometí contra vosotros naciendo; aunque si nací, ya entiendo qué delito he cometido. Bastante causa ha tenido vuestra justicia y rigor; pues el delito mayor del hombre es haber nacido. PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA

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