1.
Una de las lecturas que más me ha sorprendido sobre la idea de la muerte es el ensayo que escribió Ikram Antaki inspirada en lo expresado por el longevo Edgar Morín, por la potencia de sus conclusiones y su capacidad de vincular conceptos. La antropóloga de origen sirio llega a la conclusión de que son dos ideas fundamentales las que nos caracterizan a los homo sapiens: la idea de la muerte-renacimiento y el mito del doble En su Historia de la Muerte (Grandes Temas/Arte, Joaquín Mortiz, 2002) aclara también que ambas creencias son proyecciones de la estructura de la reproducción, es decir, la manera en la que la vida se organiza para permanecer.
La idea de la muerte-renacimiento incluye la noción de la vida en el más allá y la reencarnación. La segunda -nuestro doble-, se concreta en la extendida idea del alma que vuelve periódicamente al reino de los vivos. En México esta creencia fundamenta nuestros ya conocidos rituales, el Miquixtli señaladamente, aunque también concebimos en nuestro país, al espíritu individual vagando por el inframundo, sufriendo lo indecible.
El Miquixtli en Morelos es tradición desde hace casi tres décadas. Se decoran las casas con altares personalizados -la perturbación de la muerte no existiría, si la individualidad de la muerte no fuera reconocida, dice la citada escritora-. Se ornamentan las tumbas en los panteones. El de Ocotepec es el más conocido. En esta ocasión y a pesar de que se reconoce como Patrimonio Cultural de la Humanidad lo que allí se realiza, no se recibirá a los miles de visitantes que cada año buscan encontrarse en la identidad de las repeticiones cíclicas.
Ojalá que la  pandemia no esté matando a la muerte.
De estas particularidades charlamos hace poco con los brillantes investigadores  Adalberto Ríos Szalay y Jesús Zavaleta Castro, en “Cómo vemos México”, programa de TV producido por el Instituto Morelense de Radio y Televisión (IMRYT), que hemos estado bordando con toda la ilusión del mundo para usted, querido lector.
2.
Otra de las cosas que suena contundente en el ensayo de la Antaki, es que ningún grupo humano jamás abandonó a sus muertos sin rituales. Desde las tribus más antiguas queda como dato la sepultura, con las formas que a cada cultura gusten más.
Y me parece que en esta época de híper-consumos esta característica ha tomado formas que van de lo curioso a lo cursi. Hace poco escribí para una prestigiada revista de la UNAM sobre esas capillitas que marcan en la vía pública el lugar en el que el difunto pasó a mejor vida, otra manera en la que la sociedad se autorreproduce, concibiendo al cuerpo como un ente que se resiste a morir y requiere mercancías y comodidad. A esto hay que añadir el moderno exhibicionismo del dolor y el folklor que nos caracteriza a los mexicanos.
3.
Esos pequeños monumentos pueden ser simples apilamientos de piedras, que buscan recordar al caído en desgracia en la vía pública, o cruces como las que dividen los linderos entre los pueblos. Pero lo más común es que se trate de altarcitos y capillitas. Estos monumentos funerarios casi siempre urbanos, cuentan con varios elementos constitutivos y postura estética. Su importancia crece en el ánimo familiar porque a todos nos aterra pasar desapercibidos.
No dejo de destacar que dichas edificaciones manifiestan el miedo a ser víctimas de la violencia de nuestros semejantes. No dejamos de señalar que hoy, que se destaca el cuerpo heroico, violento y violentado, estas edificaciones laicas suelen contener alusiones trágicas estetizadas y poéticas del héroe romantizado. Tampoco dejamos de ver que la desigualdad que caracteriza la vida se repite para la muerte, generándose en términos de inversión de recursos, la diferencia entre un monumento mayor y uno menos ostentoso. En este sentido destaca el recuerdo del fiel perro, al que se le dedica un poco de historia de cemento, su propio memento mori. Así la vida de la muerte. FIN

Por María Helena González / helenagonzalezcultura@gmail.com

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