Aunque no lo parezca, nuestros cuerpos aún guardan huellas de un pasado evolutivo: los humanos no tenemos cola externa, pero sí conservamos un vestigio llamado coxis. Durante el desarrollo embrionario, los seres humanos formamos una pequeña cola que luego desaparece, dejando solo ese hueso remanente. En casos raros, algunos recién nacidos presentan una “cola verdadera” que debe extirparse quirúrgicamente.
Científicos han descubierto recientemente que una mutación en el gen TBXT, relacionada con la inserción de un elemento llamado Alu, podría ser la clave: esa alteración aparece en humanos y en los grandes simios, pero no en aquellos primates que sí tienen cola. En experimentos realizados en embriones de ratón, esta inserción redujo el desarrollo caudal, lo que sugiere que la mutación pudo interrumpir la expresión normal del gen y evitar la formación de una cola completa.
Este cambio no fue gradual, sino que probablemente ocurrió hace unos 25 millones de años en un ancestro común de los simios sin cola. Desde entonces, las especies descendientes —incluidos los humanos— perdieron la cola externa, aunque el coxis persistió como vestigio óseo.
¿Por qué pudo ocurrir esto? Una teoría señala que al adoptar una postura bípeda, la cola dejó de ser útil para el equilibrio, e incluso pudo representar una desventaja. Otros proponen que el cambio fue neutro o apenas un efecto secundario tolerable frente a las ventajas de erguirse.
La historia de nuestra cola perdida no es solo curiosidad biológica: es un ejemplo poderoso de cómo la evolución no solo suma características nuevas, sino que también sustrae aquellas que deja de necesitar. El coxis es un eco de un tiempo en que nuestros antepasados se movían entre árboles con colas que ahora solo viven en nuestra genética.
