Viernes. Tras el trabajo, la diversión. Para empezar, los tacos en Plan de Ayala, ruidoso el tráfico vehicular que circula de poniente a oriente y viceversa. Son apenas las diez de la noche y el local ya está lleno de familias contentas, de novios acaramelados, de grupos de muchachos ruidosos. Apenas se sienta, Óscar ordena tres de chuleta mientras José opta por los de al pastor. “Quince, por favor, con piñita, unos frijoles charros y una cheve bien fría”, urge al mesero antes de justificarse con Óscar, que lo mira con reproche: “Están bien chiquitos. El otro día me comí veinte y con trabajos me llené”. Después, al antro. “Para calentar motores, quién quita y agarramos algo”, justificas José. “Pues sólo que una pulmonía”. Ríen. Cuando se tiene un poco más de lo necesario las personas sonríen por cualquier nimiedad. En la ciudad hay trabajo, la gente no gana mucho, pero les alcanza para lo básico y un poco más. José trabaja en una oficina de gobierno, y Óscar le ayuda a su padre en el negocio familiar, una tienda de abarrotes que comenzó a dar tumbos desde que aparecieron los primeros “oxxo”. Óscar y José cubren turnos matutinos, así que les da tiempo para estudiar en las tardes. El que va para arquitecto repite la broma al que sueña con ser abogado: “Te vas a morir de hambre. Licenciados hay un chingo. Gritas ‘¡licenciado!’ en el Zócalo y voltean cien pendejos”. Carcajadas. Al rato rumbo al antro, presuntuoso el guiño de José en el momento de franquearle la portezuela de la carcacha a la güera que poco antes “levantó” en el bar: “¿No que no agarraba ni una gripa?”. Ahora son cuatro, despatarrado Óscar junto a la amiga de la chica güerita en el asiento trasero del viejo Tsuru con el tanque lleno en la gasolinería del DIF. La pista se atesta de parejas, mezcladas las piezas aceleradas con las notas lentas de canciones románticas. Los muchachos beben, pero no todos y, estruendosa la música, el veinteañero debe gritar a sus compañeros en la mesa peque ña: “¡Yo soy de dos y máximo tres! ¡Me gusta más el dance!”. En general las chicas toman poco, conversan, manotean, ríen, coquetean, las atrevidas bailan solas sobre las mesitas y van de cuando en cuando al tocador donde siguen parloteando. José, Óscar, la rubita esbelta y la trigueña despampanante la han pasado conversando. “¿Bailar? ¡Ni que fuéramos osos!”, responden riendo a cada requerimiento de las chicas. Han resultado amigos, o mejor dicho conocidos porque residen en el mismo barrio. “Fulano es de tal familia, Zutano de aquella otra, ella era hija de don Perengano, su prima vivía en la misma cuadra que yo”. Todo perfecto, si no fuera porque ya son las tres de la madrugada y hace un rato largo que debieron llevar a las muchachas a sus casas. Piden la cuenta, pero deberán esperar media hora para que el mesero regrese y la traiga. Las chavas se inquietan. Por fin salen a la calle. José se queja (“ya hace hambre”). Y Óscar lo reprende (“¡pinche tragón!”). La avenida luce como si fuera de día, iluminada, llena de carros circulando en ambos sentidos con personas rumbo a casa, maridos trasnochados temiendo la que se les va a armar, patrulleros somnolientos a quienes aburre la tranquilidad. Así era Cuernavaca... Hoy, cuarenta años después, José lo recuerda: “Fue así porque había seguridad, no como ahora, con muertes violentas, secuestros, robos afuera y adentro de las casas, coches dejados en tabiques, sirenas de patrullas y ambulancias día y noche”. Los meseros de los cafés del centro se quejan: “Cualquier viernes o sábado sacábamos de propinas lo de toda la semana, y ahora cuando mucho doscientos pesos”. Uno de ellos resume: “Todo se comenzó a descomponer en los noventa, poco a poco hasta llegar a la inseguridad de ahora. Los chilangos dejaron de venir a ‘reventarse’ y las gringas hace mucho tiempo que no vienen en verano. El centro no es como era. Desaparecieron el Harri’s, la Parroquia y el Viena. A las nueve la gente comienza a irse, y para las diez hay poca gente caminando”. El viejo taxista protesta: “Hace tiempo que yo dejé de trabajar de noche. No hay pasaje. Ya no sabes de quién cuidarte. Una vez levanté a una pareja. Jóvenes los dos, me dieron confianza. Ella llevaba un bebé de brazos, pero me asaltaron. El chavo me puso una navaja en el cuello, me quitó quinientos pesos y mi celular. El otro día soñé que regresaba lo de antes y se iba lo de ahora. Nos quitaron todo. Soñar es lo único que nos dejaron”. Pues sí… (Me leen el lunes).
