La masacre del 2 de octubre de 1968 ocurrió una tarde de hace 56 años. El columnista la vivió de forma indirecta, pero a la vez cercana. La tarde-noche mi hermana subió a su departamento de Tlatelolco, justo en el edificio Chihuahua, en un costado de la Plaza de las Tres Culturas. El manto de la oscuridad comenzaba a cubrir la ciudad, la masacre de estudiantes acababa de suceder. Ella vio sangre en la escalera iluminada por un foco. Después contaría, estremecido el cuerpo por el recuerdo atroz: “sentí que olía como a muerte”. Y se preguntaba a sí misma: “¿la muerte huele?”. Los detalles de la infamia tardarían en ser publicados: “A las cinco y media del miércoles 2 de octubre de 1968, aproximadamente diez mil personas se congregaron en la explanada de la Plaza de las Tres Culturas para escuchar a los oradores estudiantiles del Consejo Nacional de Huelga (CNH), los que desde el balcón del tercer piso del edificio Chihuahua se dirigían a la multitud compuesta en su gran mayoría por estudiantes, hombres y mujeres, niños y ancianos sentados en el suelo, vendedores ambulantes, amas de casa con niños en brazos, residentes de la unidad habitacional, transeúntes que se detuvieron a curiosear, los habituales mirones y muchas personas que vinieron a darse una asomadita...”.
A Cuernavaca el eco de la masacre del 2 de octubre del ‘68 llegó como un rumor ominoso, traído por el viento frío que llega al valle desde más allá del bosque de Tres Marías. La Universidad Autónoma del Estado de Morelos entró en huelga, duró un año sin clases y el rector Teodoro Lavín González encabezó una manifestación de estudiantes. Días después de la brutal represión de la explanada de Tlatelolco, los universitarios morelenses realizaron una marcha de protesta. Caminaron de la glorieta de Buenavista al Zócalo, enarbolaron las banderas del CNDH integrado por representantes de escuelas y facultades del Instituto Politécnico Nacional, la Universidad Nacional Autónoma de México, la Escuela Superior Normal de Maestros, la Universidad Autónoma de Chapingo, la Universidad Iberoamericana y otras instituciones. Exigieron la derogación del artículo 145 bis del Código Penal, así como la destitución de los generales Luis Cueto Ramírez y Raúl Mendiolea, y el teniente coronel Armando Frías. Tipificado el delito de “disolución social”, el gobierno represor de Díaz Ordaz se hizo con el pretexto para encarcelar a voces disidentes…
El 8 de julio de 2022 moriría el expresidente Luis Echeverría Álvarez, quien seis meses antes había cumplido un siglo de vida. Se le supo rumiando sus recuerdos en su casa de San Jerónimo Lídice, de la Ciudad de México. Era el último sobreviviente de los gobernantes involucrados en la matanza del 2 de octubre de 1968 en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco; los demás ya habían fallecido: Gustavo Díaz Ordaz Bolaños, presidente de la República; Alfonso Jesús Corona del Rosal, regente del Departamento del Distrito Federal; Raúl Mendiolea Cerecero, subjefe de la policía del Distrito Federal; Fernando Gutiérrez Barrios, director de Seguridad Federal, y Marcelino García Barragán, secretario de la Defensa Nacional y abuelo, por cierto, de Omar García Harfuch, el actual secretario de Seguridad y Protección Ciudadana de México.
Señalado como el principal responsable de las masacres de estudiantes del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco, y del 10 de junio de 1971 en calles de la Ciudad de México, Luis Echeverría moriría en su casa de Cuernavaca ubicada en la calle Manuel Ávila Camacho. Está de más decir que Echeverría está en el basurero de la historia… (Me leen mañana).
