Juan cruzó el portón del penal de Atlacholohaya un lunes de diciembre. Lo saludó la libertad del calorcito mañanero, perdida su mirada en el horizonte gris, deshilachada la gorra que le cubría la calvicie prematura. Nadie fue a recibirlo, pues a nadie cercano tenía en la vida. Por un instante consideró desandar sus pasos y pedir que lo encerraran nuevamente. Estuvo un largo rato parado en la banqueta, viendo a tipos trajeados con portafolios entrar y salir del área de juzgados. Sonrió, se acordó del chiste que decía que no hay crudo que no sea humilde ni pendejo sin portafolios. Pensaba en qué hacer; confundido, no acertaba a dónde dirigirse. Admitió que tenía miedo a lo desconocido, había estado veinte años encerrado y nada le parecía igual. Observó a la gente, a mucha, y aturdido por los coches pitando claxonazos se dijo en voz baja: “Son más que antes. Si cruzo la calle me atropellan”. Solamente una vez había salido a la calle. Estaba enfermo y lo llevaron al Hospital Civil en la avenida Morelos. El traslado fue en una camioneta cerrada, sin ventanas, así que lo único que vio fueron doctores, enfermeras y policías. Pero de eso hacía un montón de años. Con la espalda pegada a las costillas de los edificios, jadeante, cruzando las calles corriendo fue como por fin estaba en el centro de la ciudad. Todo había cambiado, o eso le parecía: más edificios, más comercios, más gente, más de todo. Hacía tiempo que los billetes habían mudado color, diseños y valores. Guardaba uno de veinte pesos que su “compa” del penal le regaló cuando supo que iba a salir. Reconoció la calle de Atlacomulco, el puente de Amanalco, la cuesta de Salazar, el Palacio de Cortés, la Plaza de Armas y el Jardín Juárez, pero no le significaban lo mismo; los muchachos y las muchachas vestían de otro modo y distintas también se le hacían sus maneras de hablar. El vendedor de helados ya no estaba donde le compraba cuando era niño, protegido del sol bajo un Laurel de la India. Notó dos restaurantes que nunca antes vio, y se emocionó como niño con los coches de modelos fantásticos que sólo había visto en las revistas pasadas de contrabando a la cárcel. Todo le era desconocido; dos décadas preso le habían cambiado el panorama de la vida. Acusado del delito de homicidio, se bebió la sentencia completita. Se justificó consigo mismo: “Maté a aquel cabrón en defensa propia, pero el Ministerio Público cambió los hechos, los puso al revés y el juez me condenó a veinte años. El difunto era guardaespaldas de un influyente. Pude haber salido por buena conducta, pero no tuve dinero para el abogado”. La terminal de los autobuses estaba donde mismo, pero Juan debió esperar a juntar dinero. “Anduve ‘canasteando’ en el mercado ALM, donde conseguía para comer y ahí mismo dormía, en el suelo, donde más, hasta que junté para el pasaje y me regresé a mi pueblo”. Antes, un domingo fue al penal para despedirse de su amigo. Le faltaban todavía cinco años para recuperar la libertad, así que prometió volver a visitarlo pero no pudo cumplirle. Nunca lo volvió a ver; le dolió porque era su único amigo, no tenía esposa, ni hijos, ni parientes cercanos. “Caí preso muy joven, apenas tenía diecinueve y no estaba casado. Tuve una pareja en el penal, pero duró poco, salió libre y se olvidó de mí”. Veinte años después contaba su experiencia a los amigos de su pueblo. Resumía: “A los jóvenes sólo puedo decirles una cosa: que se porten bien, que se miren en mi espejo”... (Me leen después).

Por: José Manuel Pérez Durán jmperezduran@hotmail.com 

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