El extraordinario libro de Bonfil Batalla nos hace reflexionar sobre nuestros antecedentes mesoamericanos y la importancia de continuar descubriéndolos. Partamos de un hecho fundamental: en el territorio de lo que hoy es México surgió y se desarrolló una de las pocas civilizaciones originales que ha creado la humanidad a lo largo de toda su historia: la civilización mesoamericana. De ella proviene lo indio de México; ella es el punto de partida y su raíz más profunda.
“Todo escolar sabe algo del mundo precolonial. Los grandes monumentos arqueológicos sirven como símbolo nacional. Hay un orgullo circunstancial por un pasado que de alguna manera se asume glorioso, pero se vive como cosa muerta, asunto de especialistas o imán irresistible para atraer turismo. Y, sobre todo, se presume como algo ajeno, que ocurrió antes aquí, en el mismo sitio donde hoy estamos nosotros, los mexicanos. El único nexo se finca en el hecho de ocupar el mismo territorio en distintas épocas, ellos y nosotros. No se reconoce una vinculación histórica, una continuidad. Se piensa que aquello murió asesinado –para unos- o redimido –para otros- en el momento de la invasión europea. Solo quedarían ruinas: unas en piedra y otras vivientes. Ese pasado lo aceptamos y lo usamos como pasado del territorio, pero nunca a fondo como nuestro pasado: son los indios, es lo indio. Y en ese decir se marca la ruptura y se acentúa con una carga reveladora e inquietante de superioridad. Esa renuncia, esa negación del pasado, ¿corresponde realmente a una ruptura histórica total e irremediable? Murió la civilización india y de lo que acaso resta de ella dependen muchas otras preguntas y respuestas urgentes sobre el México de hoy y el que deseamos construir.
“Según la información disponible, hace por lo menos 30 mil años que el hombre habita en las tierras que hoy son México. Los primeros grupos se ocupaban en la cacería y la recolección de productos silvestres.
“La civilización mesoamericana surge como resultado de la invención de la agricultura. Este fue un proceso largo, no una transformación instantánea. La agricultura se inicia en las cuencas y los valles semiáridos del centro de México entre 7,500 y 5,000 años antes de nuestra era. En ese periodo comienzan a domesticarse el frijol, la calabaza, el huautli o alegría, el chile, el miltomate, el guaje, el aguacate y, por supuesto el maíz. El cultivo del maíz constituye el logro fundamental y queda ligado de manera indisoluble a la civilización mesoamericana.
“Los mexicanos que no dominamos alguna lengua indígena hemos perdido la posibilidad de entender mucho del sentido de nuestro paisaje: memorizamos nombres de cerros, de ríos, de pueblos y de árboles, de cuevas y accidentes geográficos, pero no captamos el mensaje de esos nombres. En el fondo de esta cuestión está el hecho de que nombrar es conocer, es crear. Lo que tiene nombre tiene significado o, si se prefiere, lo que significa algo tiene necesariamente un nombre. En el caso de los toponímicos, su riqueza demuestra el conocimiento que se tiene de esta geografía: muchos son puntualmente descriptivos del sitio que nombran y otros se refieren a la abundancia de ciertos elementos naturales que caracterizan al lugar nombrado.
“En el habla común de los mexicanos, aun de quienes sólo hablan español, existe una gran cantidad de vocablos de procedencia india. Muchas de estas palabras son de uso generalizado y han sido adoptadas en otras lenguas, además del español, porque designan productos originalmente mexicanos. Es una prueba contundente de la ancestral apropiación de esa naturaleza por parte de los pueblos que han creado y mantenido la civilización mexicana profunda.
“Si la naturaleza, su transformación y sus nombres, atestiguan a cada paso la presencia insoslayable de una civilización milenaria, ¿qué decir de los hombres y sus rostros? Una aclaración de principio, la continuidad genética y el hecho de que la inmensa mayoría de los mexicanos poseemos rasgos somáticos que gritan nuestras ascendencia india, no prueban por si mismos la continuidad de la civilización mesoamericana. La cultura no se hereda por algo como el color de la piel o la forma de la raíz: son procesos de orden diferente, social el primero y biológico el segundo.
“Es común afirmar que México es un país mestizo, tanto en lo biológico como en lo cultural.
“En este racismo hay mucho más que una preferencia por ciertos rasgos y tonalidades. La discriminación de lo indio, su negación como parte de “nosotros”, tiene que ver más con el rechazo de la cultura india que con el rechazo de la piel bronceada.
Uno de los caminos para diluir el problema de la indianidad de México ha sido convertir ideológicamente a un sector de la población nacional en el depositario único de los remanentes que, a pesar de todo, se admite que persisten de aquel pasado ajeno.
“He querido mostrar que México profundo, portador de la civilización negada, encarna el producto decantado de un proceso interrumpido que tiene una historia milenaria: el proceso de civilización mesoamericano. Durante los últimos cinco siglos (apenas un momento en su larga trayectoria) los pueblos mesoamericanos han sido sometidos a un sistema de opresión brutal que afecta todos los aspectos de su vida y sus culturas. Los recursos de la denominación colonial han sido múltiples y han variado en el transcurso del tiempo; pero el enigma, la violencia y la negación han sido las constantes. La conclusión, a mi ver, no puede ser otra que la de proponernos construir una nación plural, en la que la civilización mesoamericana, encarnada en una gran diversidad de culturas, tenga el lugar que le corresponde y nos permita ver occidente desde México, es decir entenderlo y aprovechar sus logros desde una perspectiva civilizatoria que no es propia porque ha sido forjada en este suelo, paso a paso, desde la más remota antigüedad; y porque esa civilización no está muerta sino que alienta en las entrañas del México profundo”.
Extraordinario análisis que todos deberíamos de revisar. ¿No cree usted?
Teodoro Lavín León
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