Doña Luisa y su marido llegaron ese domingo a la plaza y lo primero que encontraron fue a un grupo de campesinos frente al palacio de gobierno con carteles sobre la falta de agua en Tlaltenango, junto con los de la puerta principal frente a las fotos de los desaparecidos. Eran 12 personas pero con tantos mirones, parecía que se trataba de 150 manifestantes.

Caminaron un rato diciendo que esa es la verdadera plaza del pueblo, ya que ahí se encontraban todos los niveles socio-económicos y culturales de la ciudad. De la misma manera los había de la colonia Chipitlán los de la Barona, la señora con un perrito, sin faltar la bolsa de plástico y a la policía persiguiendo inútilmente a los vendedores ambulantes que les llaman “toreros”, ya que traen sus aretes y pulseras de fantasía o sus bolsas bordadas, colgadas en una reja de lámina, la que se dobla y guarda bajo el brazo en cuanto ven a la autoridad venir a quitarles su mercancía, pero a los cinco minutos ya están de nuevo mostrando sus artesanías.

Cansados de caminar bajo el sol, Roberto vio una banca con sombra, se desprendió del brazo de Luisa y se dirigió rápido hacia ella, pero una pareja de novios se le adelantaron y le ganaron el sitio; Luisa ya había encontrado otro lugar donde no daba el sol, aunque con otras dos parejas quedaron un poco apretados.

Desde ahí se veían los largos globos como lápices de colores brillantes y a un niño compitiendo con su papá, a ver quién lo podía aventar más alto, pero el niño siempre le ganaba. Luego pasó una niña llorando con su pájaro volador de papel de china en una mano y en la otra detenida por su abuelita, pues el abuelo no había podido hacer que volara como lo hacía el vendedor.

Y así se encontraban la que vendía los rebozos, frente a ellos pasó un joven con su patineta, mientras el bolero le insistía a don Roberto se dejara bolear y que le pagara 15 en lugar de 20 pesos, pues no se había persignado.

Y de esa manera se la pasaron observando a la gente que gozaba viendo a los niños jugar en patines, a las parejas como la que les habían quitado la banca tomados de la mano. Luisa suspiró recordando cuando venían caminaban por toda la plaza por el lado de adentro, mientras los jóvenes por fuera, caminaban en sentido contrario. Él preguntó qué se haría de don Pepe Gutiérrez, quien hacía todos los martes “La hora del pueblo”, donde se encontraba la estatua del General Morelos sentado con su machete al costado. A lo lejos se escucharon a un nutrido grupo de mariachis cantando las mañanitas mexicanas y los de alrededor del auto también les festejaban.  

Llegó la banda militar de una escuela a practicar para el desfile, pero se tuvieron que ir porque unos Concheros se instalaron a un lado del Astabandera con sus tambores, sus humeantes copas de  incienso, sus penachos de plumas, las conchas atadas a las espinillas y con sus vistosos trajes mexicas bailando alrededor de la plaza. 

Entre los merolicos, el que hace los tatuajes y el fotógrafo, apenas se puede ver el nombre de Cuernavaca, por tanta gente tomándose una foto de recuerdo o descansando de tanto ajetreo. Del otro lado se escuchan los juegos y bromas de los payasos con sus enormes bocinas, entreteniendo a niños y a mayores, con sus magias y sus marometas de circo, festejadas por toda la concurrencia.

Roberto se levantó de la banca para traer unas nieves, pero se topó con una cola de más de diez niños y se tuvo que esperar parado hasta que le tocara su turno. Cuando regresó a entregarle la nieve a Luisa, la encontró rodeada de señoras con trajes del Estado de Guerrero, ofreciéndole collares, pulseras y aretes hechos a mano de piedras semipreciosas y su mujer encantada de que todas ellas estaban esperando que les comprara algo y se peleaban entre sí hablándose en náhuatl.

¡Sombreros, Sombreros!, se escuchó el pregonar del hombre con siete sombreros en la cabeza y otros tantos en la mano. Roberto estaba a punto de comprarle uno para guardarse del sol, pero sólo tenía para hombre y no le podía hacer eso a Luisa.

-Yo quiero un pajarito de esos- gritó un niño al señalar a los aviones de cartón los que eran hechos de palillos, con una liga enrollada que servía de propulsor, mientras su hermanita despedía burbujas de jabón por encima de los vasos de nieve que traía el marido.

Era emocionante ver a tantos niños jugar sin ningún peligro, mientras los papás escogían de entre la canasta de dulces que a duras penas cargaba una señora de edad avanzada, que ofrecía los dulces mexicanos, entre ellos las nueces garapiñadas, las cocadas, las alegrías y las palanquetas de cacahuate, que Roberto no sabía si comprarle algo o darle una moneda sin herir sus susceptibilidades. 

Cuando vieron el puesto de elotes y de esquites les dio un poco de hambre, buscaron algún restaurante cuya comida no fuera muy cara y al salirse de la plaza encontraron que en todo el rededor habían lugares para sentarse a comer los que se hacían la competencia uno al otro. Había dos o tres que acompañaban los alimentos con música viva, ya que donde no tenían a un trompetista, se presentaba un trío de cancioneros o el violinista que iba de mesa en mesa amenizando a los comensales.

Frente al lugar que escogieron para comer, se plantó una señora con sus revistas que obsequiaba a quien quisiera escuchar sus pláticas sobre el evangelio, tratando de convencer de seguir los lineamientos del nuevo testamento y les seguían unos puestos de ambulantes vendedores de artesanías, que aunque eran hechos en China o Taiwán, se ofrecían como mexicanas.  

A un costado de donde se habían sentado, llegaba un grupo de personas de edad avanzada, con varias sillas plegadizas y un aparato de sonido, del que se escuchaban las notas de los danzones de sus tiempos, pues al momento que las parejas se pusieron a bailar el danzón, Roberto y Luisa recordando sus tiempos de bailarines, se tomaron fuertemente de las manos.

Al terminar de comer se fueron a sentar otra vez a la plaza diciéndose mutuamente que la plaza de armas era el verdadero corazón de la ciudad; el único lugar que les pertenecía a todos los ciudadanos, donde no había que pagar por divertirse, para que sus hijos y sus nietos pudieran jugar libremente, que la gente necesitada llegara a vender sus productos con la esperanza de llevarles de comer a sus hijos. Un lugar donde flotaba el amor de las jóvenes parejas, de los de edad madura como ellos y de las cristalinas risas de los pequeñuelos al tratar de alcanzar un sueño de volar como esos juguetes o de aprender a patinar como esas dos jovencitas.

Va de cuento
Rafael Benabib
rafaelbenabib@hotmail.com

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