No siempre se cumple el adagio de que “todo tiempo pasado fue mejor”. La violencia actual ha enlutado a miles de hogares y mucho se teme lo seguirá haciendo, débil el optimismo ante el pesimismo de la realidad. Hoy, como en otras épocas aciagas de la historia de Morelos, la temporada navideña y de fin de año coincidió con lapsos de penurias y luto en múltiples hogares. No se trata de dar argumentos al fenómeno emocional que les ocurre a algunas personas, conocido como “depresión navideña” o “el bajón de fin de año”, sino simplemente considerar que la Historia es una secuencia de épocas y circunstancias a veces felices, otras lamentables. Como se pregunta el cantautor argentino Alberto Cortez: “¿de qué sirve la vida si a un poco de alegría le sigue un gran dolor...?”. Cierto. La vida es experiencia acumulada que comparte instantes de dicha y pesar. Usurpando el papel de historiador aficionado –y cierto tinte de improvisado filósofo de la vida–, como cada diciembre de hace muchos ayeres este espacio se remite a un fin de año por demás triste. Va de historia: Diciembre de 1916. Cuernavaca era una ruina. Ni un alma transitaba por sus calles. Huérfanas de transeúntes las plazas y ayunos de comensales los restaurantes y las fondas, ausentes los parroquianos de las cantinas y pulquerías, la

capital de Morelos era una auténtica ciudad fantasma. De día, jaurías de perros hurgaban entre escombros y basura, buscando algo comestible. Apenas se abatía la oscuridad sobre los caseríos de adobe y tejas, gatos y animales monteses se disputaban las alimañas noctámbulas. Del interior de las casas particulares y las vecindades colectivas no salía el rumor de sus habitantes preparando la cena; tampoco de las coloniales residencias el barullo de las tertulias, e igualmente vacíos, abandonados y algunos semiderruidos los edificios de escuelas, oficinas públicas y comercios. El frío que traía el viento del Chichináutzin descendía por el bosque y se colaba entre los resquicios de los muros, puertas y ventanas, algunas clausuradas con tablones y otras sin el debido resguardo, por la premura con que sus moradores habían sido obligados a abandonarlas. Tal panorama fue el producto de la ofensiva del general carrancista Pablo González Garza quien, al frente de 30 mil soldados contra el Ejército Libertador del Sur, para ese fin de 1916 había reconcentrado a las poblaciones de Cuernavaca, Jojutla, Cuautla, entre otras, además de pueblos y rancherías. Esto con el propósito de expulsarlas a los andurriales de la Candelaria de los Patos, en las goteras de la Ciudad de México, el paraje donde hoy se asienta el Palacio Legislativo de San Lázaro, y a más rumbos capitalinos como el pueblo de Mixcoac o los llanos de Tacubaya. Otros miles fueron deportados a los plantíos de henequén del entonces territorio de Quintana Roo y unos más a las cárceles de Lecumberri y Belén, en el mismo ex Distrito Federal, así como a la temible cárcel porfiriana de la añeja fortaleza en la isleta de San Juan de Ulúa, en Veracruz. Así es que para mediados de diciembre de 1916, entró a Cuernavaca un pelotón de carrancistas al mando del sargento Alfonso Navarro

Quintero, el mismo que en su libro de memorias Mis andanzas en la Revolución narra el episodio. Después de encender una bengala en el techo de la Catedral, la tropa recorrió la dañada y solitaria ciudad en busca de habitantes. Ni un alma. La capital morelense era tierra de nadie. Los días 24, 25 y 26 de diciembre, los federales “peinaron” Cuernavaca. En la Nochebuena no faltaron por ahí algunas botellas de aguardiente; más allá, unos cigarros de mariguana, alguna vihuela y la voz tipluda de algún cabo interpretando las canciones de moda. Lúgubre víspera de Navidad en Cuernavaca, pero más trágica para los deportados. ¿Cómo fue aquella Navidad y noche de Año Nuevo para los miles de morelenses expulsados de sus hogares, de su tierra? ¿Cómo la pasaron aquellos que se escondieron en barrancas y cañadas del poniente y sur de la entidad? Fueron las festividades decembrinas tristemente inolvidables para quienes vivieron las consecuencias de la Revolución. La década de 1910 a 1919 –diez temporadas navideñas– les sirvió un cáliz amargo a los morelenses. Madres despojadas de sus hijos por la leva, esposas con los maridos desaparecidos o asesinados, aquí y allá hogares enlutados y, encima, sin el techo del hogar por resguardo y sin el suelo benefactor de la madre tierra. Hoy, en las postrimerías de 2018, con la cifra de muertos y desaparecidos en el territorio nacional, las víctimas por igual del abuso de las policías y el latrocinio desquiciado de los delincuentes, pocos hogares mexicanos pueden preciarse de no contar con un caído en la anarquía criminal y la torpeza gubernamental. El luto es de muchos… (Me leen después).

Atril
José Manuel Pérez Durán
jmperezduran@hotmail.com

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