La verdad monda y lirondas es que Francisco Javier Rodríguez Hernández, ‘El Señorón’, fue capturado por la Marina en Culiacán. Otra cosa es que el titular de la Comisión Estatal de Seguridad Pública, José Antonio Ortiz Guarneros, haya pretendido adjudicarle al Gobierno de Morelos la aprehensión del propio líder del cártel Jalisco Nueva Generación en Morelos. 

La detención de este presunto asesino, secuestrador y narcotraficante sucedió el viernes, Ortiz suspendió sus vacaciones, regresó a Cuernavaca y el lunes “estrategas” del oficialismo citaron a una rueda de prensa al alimón para pretender colgarse del trabajo de la Marina. Naturalmente nadie le creyó, y de la imaginaria popular surgió la hipótesis de un “soplo” del cártel de Sinaloa para pegarle a sus enemigos de Jalisco. 

Eso por un lado, y por otro en “la mañanera” de anteayer, el subsecretario de Seguridad Pública Federal, Ricardo Mejía Berdeja, informó que Salvador “N”, presunto operador del grupo Guerreros Unidos y a quien se le relaciona con el caso de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, Guerrero, ocurrida en septiembre de 2014, fue detenido en la colonia Jardines de Cuernavaca, en la capital morelense. Mejía no dio mayores datos sobre la captura de Salvador, pero el detalle de la ubicación de la citada colonia da pretexto para que los “estrategas” mediáticos del Gobierno de Morelos se monten en la detención del supuesto o real miembro del grupo delincuencial Guerreros Unidos.

SUENA lógica la declaración del regidor Fernando Carrillo Alvarado, sobre que la sobrepoblación en el cementerio Parque de la Paz puede ser el resultado de la venta irregular de espacios. Así que habría que regularizar las fosas, cobrar por ello y procurarle recursos al Ayuntamiento, no para que los muertos que ahí reposan paguen renta, pero sí apoquinen una lana los familiares que están vivitos y coleando. 

Lo que trae a cuento esta historia:  Algunas de las criptas estaban destapadas, perdidas en los vericuetos de tiempos remotos las tapaderas de cantera rosa del cementerio vertical que se ubicaba enfrente de la Alameda de la colonial Zacatecas. Hacía años que el campo santo estaba en desuso, ruinoso, abandonado. Sin embargo, a los niños de entre diez y doce años del barrio cercano a la Alameda no nos daba miedo correr en el laberinto de tumbas, o jugar a buscar la cueva que se decía existía en la colina de junto y nunca pudimos hallar. Un poco impulsados por la emoción del misterio y otro tanto por la curiosidad, nos introducíamos en las tumbas que estaban a ras del piso, gateando entre el polvo y pedazos de cantera rosa, inalcanzables para nuestra estatura enana los orificios rectangulares de las criptas de arriba. Las incursiones eran luego de la comida, a veces íbamos cuatro, otras seis y hasta ocho escuincles, dependiendo de a cuántos nos daban permiso o quiénes conseguíamos escapar de la vigilancia paterna. El viento soplaba lastimero en las tardes de otoño. Entonces pensábamos: “¿será que los difuntos están tristes?” Hablo del Zacatecas de fines de los cincuenta, y del Panteón de Chepinque o Chipinque, como se llama el lugar del relato. Ahí apareció la pandemia del cólera morbus o asiático que en julio de 1833 mató en el estado de Zacatecas a alrededor de 12,000 personas. En la Ciudad de México, donde se calcula que perdieron la vida poco más de 19 mil personas, el político liberal Guillermo Prieto describió escenas apocalípticas: “A gran distancia el chirrido lúgubre (de carrozas funerarias), los panteones rebosaban cadáveres”. ¡Huy, nanita!... pero sí los familiares que están vivitos y coleando. (Me leen después).

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com 


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