A problemas comunes, soluciones conjuntas. Un ejemplo entre muchos es el desabasto de agua potable en colonias populares de Cuernavaca, Jiutepec, Temixco y más centros de población que hacen crisis en el estiaje. Los expertos vienen diciéndolo hace mucho tiempo, y los gobiernos del Estado prestando oídos sordos: el quid es el crecimiento desordenado de las ciudades. Lo correcto es que los centros de población crezcan hacia arriba, no a los lados, eso es suicida. Vale la perogrullada: la expansión de Cuernavaca no da más que para las lomas del poniente, ya no más al sur, ni al norte ni al este, pegada como está tabique con tabique a Santa Catarina, en territorio de Tepoztlán, a Temixco, Jiutepec y Zapata, extendida la mancha urbana de Morelos a Yautepec y Xochitepec, casi rosando tierra de Puente de Ixtla y torciendo a Zacatepec y Jojutla en la zona cañera. Exclaman los viejos: ¡qué tiempos aquellos, de pueblos pequeños y ciudades medianas! No como hoy, depredados por la acción humana la flora y la fauna, el medio ambiente, pues. Nada qué ver con la década de los sesenta, en que los abuelos platicaban que cuando eran jóvenes iban a cazar venados ‘ora sí que tras lomita, al Cerro Pelón de Emiliano Zapata de donde rara vez regresaban con las manos vacías a los pueblos de Cuernavaca, Acapantzingo, Amatitlán, Tlaltenango, los mismos que años más tarde serían llamados colonias. Pájaros multicolores, tlacuaches y tejones, iguanas y mapaches poblaban las huertas y las barrancas de Palmira, Leyva, Juárez, Obregón, de modo que ciertos animales terminaron por adaptarse a los espacios que les fueron favorables. En Cuernavaca, por allá de los noventa no nacieron las primeras parvadas de periquitos y loros, cuyos griterío y vuelos acabaron volviéndose comunes surcando el cielo por las tardes de regreso a sus nidos. Sobre los pericos pequeños hay la versión de que fueron traídos a una quinta de Santa María, para un criadero y venderlos, pero el negocio no prosperó, costaba alimentarlos, los soltaron, se adaptaron y se reprodujeron. Algo parecido debió ocurrir con los loros de tamaño un poco más grande, plumaje verde y pecho rojo. Habituadas a la convivencia con las personas, las hurracas nacidas en los árboles del Zócalo son confianzudas, atrevidas, oportunistas. En jardines de quintas convertidas en restaurantes las ardillas se pasan de listas. Son simpáticas, aprovechan los restos de comida en los platos dejados sobre las mesas por los comensales, trepan y bajan de árboles y bardas, caminan a la vuelta y vuelta entre los pies de clientes y meseros. Y sí: la expansión debe ser vertical, no horizontal para no seguir asesinando árboles, fantasioso pero imaginable el paisaje dentro de quién sabe cuántos años con segundos pisos en las azoteas de las avenidas Morelos, Zapata, Plan de Ayala, Cuauhtémoc, Domingo Diez. Una ciudad, la nuestra, de topografía accidentada, calles de trazos serpenteantes “planeada” en años remotos para la circulación de carros jalados por mulas, no para el promedio de cuatro automotores por cada persona. Por eso del crecimiento desordenado, caótico, los ambientalistas llevan años advirtiendo: todo hacia arriba y nada a los lados, y el gobierno no haciéndoles caso… (Me leen después).

Por: José Manuel Pérez Durán jmperezduran@hotmail.com 

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