Manuel Salazar fue diputado por Yautepec en la segunda mitad del sexenio del gobernador Lauro Ortega Martínez (19851988), literato, colaborador del semanario “Correo del Sur”, publicación que simpatizaba con las Comunidades Eclesiales de Base y la Teología de la Liberación, patrocinado por uno de sus grandes amigos, el obispo Sergio Méndez Arceo.
Después, Manuel colaboró como articulista en algunos periódicos locales. Incansable poeta, constante viajero de tierras sudamericanas, un hombre que vivió a plenitud y generaba grandes amistades. Fue docente y fundador de la preparatoria “Alberta Rojas Andrade” y escritor de Yautepec. Fue consejero político del entonces y actual alcalde de Yautepec, Agustín Alonso Mendoza. Fiel a sus creencias, Manuel Salazar dispuso que una vez muerto lo incineraran sin avisar a nadie de su fallecimiento, para que su cuerpo no fuera visto ni objeto de costumbres religiosas de ningún tipo. A manera de recordatorio y cuando aún hoy los abusos policiacos son pan de cada día, reproducimos fragmentos de la historia política-policíaca que se convierte, al leerla, en novela del más depurado “género negro”.
El capítulo 34, “¡Bajad el telón! La farsa ha terminado”, deja al descubierto el estilo naturalista de su autor, su manejo del género detectivesco, delincuencial y policiaco basado en el tipo de vida y muerte del personaje extraído de la vida real de los bajos fondos de la política y la cotidianeidad policiaca del Morelos de mediados del siglo XX. Leemos:
Plazuela del barrio de Santiago, Yautepec, 8 de marzo de 1953.
–¡Policía Judicial! ¡Entrégate Mario Olea, no tienes escapatoria! ¿Sales o entro por ti?
–¡Entra por mí, hijo de la chingada, si tienes güevos!
Esteban Aldúcin no conocía a Olea, pero ahí estaba Luis Bastida, El Negro, presto y a disposición del jenízaro para respaldar el operativo, quien se lo señaló a través de una ventanuca lateral. Visualizado el objetivo, el poblano abrió entonces las persianas del estrecho tugurio sin la mínima precaución, tratando de no perder la ubicación del codiciado trofeo que, sin duda, le significaría un merecido ascenso; pero la temeridad alcahueta de la desmedida ambición, o tal vez la fanfarronada de querer hacerse el valiente a los ojos de los subalternos (“¡Ha llegado la hora de que sepan de lo que soy capaz bola de inútiles!”) no lo dejaron ver que iba, sin remedio, hacia una muerte segura. Olea, parapetado tras una banca de madera que habilitó como escudo y a resguardo de una semipenumbra, le incrustó un tiro en el pecho nada más traspasar Aldúcin el umbral.
Los agentes que seguían a su jefe se abalanzaron vomitando fuego graneado con sus carabinas máuser, al interior de la estrecha accesoria. Olea, el único del grupo que poseía un arma –a excepción del Teporingo que, reprendido duramente por el gatillero a causa de los tiros al aire que había lanzado a media calle minutos antes, desapareció misteriosamente– fue dando cuenta de los polizontes uno a uno si entraban a la insalvable trampa mortal; luego empezó a dar vueltas alrededor de la cantina, simulando una danza macabra, sin dejar de disparar hasta que los dos cargadores que siempre traía consigo quedaron vacíos.
(En otro tema, no es mala idea contar voto por voto de la elección de gobernadora de Morelos, para evitar la posibilidad de un fraude electoral. En 2006, la mafia política que impuso en la Presidencia de México al usurpador Felipe Calderón no lo hubiera podido hacer con el conteo de los votos, uno por uno, no paquetes).
(Concluye mañana).
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