Temprano como todos los días que no se le atravesaba un desayuno de trabajo, Alfredo saludó a su secretaria.

–Buenos días –le dijo sonriendo.

No fue necesario que Elisa recibiera orden alguna; le conocía hasta el modo de caminar a su jefe, pausado, erguido.

La dama de cuarenta años, de los cuales llevaba veinte trabajando para Alfredo Dagach, se inclinó para poner los periódicos sobre el escritorio de caoba y aspiró con discreción el aroma de la loción del hombre sesentón que volvió a sonreír.

Era el ritual que a esa hora cumplían todos los días, excepto los domingos que no iban a la oficina ubicada en uno de los principales puntos comerciales de la ciudad donde hacía tres décadas que Alfredo había instalado su negocio de venta de automóviles usados.

Con movimientos mecánicos, la secretaria tomó la libreta con una mano y la pluma con la otra, negro el vinil de la pasta y dorado el logotipo del negocio: Automóviles Beirut, S. A.

Dichas de corrido las palabras, la secretaria recitó las actividades de las horas siguientes antes de que su jefe saliera a la terraza para saludar al primer cliente del día que ya se aproximaba, mirando de reojo la exhibición de coches estacionados ordenadamente, lustrosos, recién lavados, guiñándoles los faros a las personas que pasaban por la banqueta de junto.

–Señor Dagach, no se le olvide su comida de hoy con los norteños.

Va a ser en la capital, a las tres, así que debe salir a la una y media.

Cuando regrese por la noche hará frío, pero don Carlos ya sabe que tienen que llevar chamarras y bufandas.

Semi rubio, chapeada la piel blanca de la gente de los pueblos que miraban al volcán desde el valle salpicado de pequeñas pirámides de avena beige y poblado de pinos verdes, el viejo Carlos era el chofer de Alfredo.

Tenía cuarenta años al servicio de la familia Dagach, era como de la familia y el único empleado cuya antigüedad laboral le permitía tutear a su jefe.

“Lo conozco desde que estaba así de chiquito”, presumía a sus amigos al tiempo de señalar con el índice la estatura de un niño de medio metro.

La comida del vendedor de coches no era con “los norteños”.

Cada primer lunes de cada mes Dagach hacía lo mismo.

Mentía para no decir que le tocaba llevar personalmente el apoyo mensual en efectivo al albergue de niños huérfanos.

Pensaba: “La caridad –y la palabra ‘caridad’ le chocaba, prefería ‘solidaridad’– debe ser anónima.

Nadie tiene por qué enterarse”.

Los días del vendedor de autos transcurrían felices, serenos.

Nada parecía turbar su paz; la tranquilidad de conciencia por el deber cumplido y el éxito económico coronaban su serenidad.

Pero un día al hombre de ascendencia libanesa le pareció que sus ideas se descarrilaban.

Empezó a olvidar cosas que minutos antes él mismo había referido, le comenzó a suceder cada vez con más frecuencia y empezaron a notarlo las personas que lo trataban de forma cotidiana.

Sin embargo, él se aferraba al pensamiento de que todo estaba normal.

Continuó yendo a su oficina de lunes a sábado, sus hijos estaban casados, vivían en casas separadas pero el viejo Dagach se daba tiempo para comer con ellos de cuando en cuando.

Creciente en el para entonces octagenario la pérdida de la memoria que era acompañada por una disminución paulatina del sentido de la realidad, hacía tiempo que el hombre de las sienes plateadas y el vestir impecable era manipulado por su pareja, una mujer regordeta de cincuenta que poco a poco había venido apoderándose de la voluntad del vendedor de coches… y de su dinero.

Los amigos de Dagach nunca supieron el nombre de la pareja sentimental de éste, sólo que hacía pocos años que había llegado del norte, pero no de dónde provenía exactamente, si era viuda o divorciada y con o sin hijos.

En más de un sentido, la mujer regordeta era un misterio.

Esa tarde la regordeta dejó a Dagach en su casa del condominio lujoso que se localizaba en un fraccionamiento exclusivo.

Semi desmayado por el somnífero de efecto rápido y fulminante que la mujer mezcló en el té que acostumbraba tomar en la sobremesa, el anciano vendedor de coches no sintió que su mujer salió de la alcoba, que bajó apresurada la escalera, subió a su camioneta y arrancó el motor.

Cuando llegó al lugar de la cita hacía rato que la esperaban.

Sentados a la mesa de juntas, estaban los señores representantes del Tribunal de Sentencias Judiciales y el Ministerio Público, la señora fedataria y el señor abogado del bufete penal.

Todos muy serios, solemnes, encorbatados; no por nada eran los señores y la señora que representaban a la ley y la justicia.

El propósito de la reunión era de la mayor importancia.

La regordeta de malas artes había conseguido apoderarse de la cuenta bancaria de Dagach, diez millones de dólares, y por fin había llegado la hora de repartirse el botín.

Llevado el viejo comerciante en autos usados al banco, la regordeta lo convenció de que debía cambiar de banco la cuenta mancomunada que estaba a nombre de los dos, y luego abrir una nueva cuenta en otro banco, pero ya solamente a nombre de ella, para enseguida transferir los fondos a un banco en el extranjero.

Le dijo: “Allá el dinero estará seguro.

No hay inflación como aquí”.

Esa tarde-noche, la mafia de funcionarios y la mujer regordeta se repartieron el botín.

En su casa, Dagach seguía dormido…

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com

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