Apenas llegaron las quincenas a las tarjetas de débito, miles de personas salieron de vacaciones, otras esperarán un par de días para poder hacerlo y muchas más se quedarán en casa. Las que tienen alberca pretextarán “no estamos”. (Dices que sí estás, y te caen los auto invitados, dispuestos al saqueo de los refris y el bar). Las que no, procurarán guarecerse ante la invasión chilanga. Para viajar en Semana Santa, solamente estando locos. Salen los obligados a visitar a parientes que viven en latitudes lejanas, los urgidos de áreas abiertas que sobreviven en la estrechez de departamentos de interés social, los que habitan en las grandes ciudades, en hacinamientos urbanos. Los niños están de vacaciones y desde el primer día de la Semana Mayor se ponen histéricos. Quieren y necesitan que los lleven a la playa, o de perdida al balneario. De éstos tenemos en Morelos para dar y prestar, desde el balneario rústico para los que gustan del turismo ecológico (¿qué tal el agua azufrada de Las Huertas, en la ribera del río tibio surcando la selva medio baja del municipio de Tlaquiltenango?), hasta los juegos acuáticos para los masoquistas que disfrutan de la adrenalina, lanzados desde lo alto del tobogán largo y sinuoso donde viven la emoción fugaz de sentir que se les botan las bolas de los ojos, en medio del griterío de la muchedumbre semi encuerada. Gente, mucha gente por doquier. Los “súpers” atestados de clientes frenéticos, haciendo compras de pánico para la despensa extraordinaria. E igual las plazas comerciales, repletas de mirones, cinéfilos y comensales desesperados como si el mundo se fuera a acabar.

LA SEMANA SANTA, AYER Y HOY. Llamado “obispo negro”, Marcel Lefebre pugnaba por una prensa “bonita”, cuando aquel domingo de mediados de los setenta lo esperaban los católicos tradicionalistas de Atlatlahucan. El reporte de los inspectores de la Secretaría de Gobernación alertaba sobre una comida para cinco mil lefebristas en esa comunidad de Los Altos de Morelos así como de pueblos vecinos del Distrito Federal y el Estado de México. Pero las tortillas “de mano” y las cazuelas de mole, arroz y frijoles se quedaron esperando. Inspectores de Migración toparon a Lefebre en la frontera de Tijuana, cerrándole el paso a territorio nacional. Durante muchos años Atlatlahucan permaneció dividido. De un lado, los católicos tradicionalistas, y del otro, los progresistas; aquéllos, aferrados al rito gregoriano de la misa en latín, y éstos, admitiendo la nueva misa en español. Cada bando con su templo y sus creencias respetables. Lo malo fue que la religión incidió en la política, y la división se acrecentó. Unos desconocieron al presidente municipal legalmente electo y nombraron al suyo, así que hubo dos. Uno despachaba en el Palacio Municipal, y el otro en un domicilio particular. Pero los dos ejercieron actos de gobierno, casaron parejas, firmaron actas de nacimiento, registraron “fierros” de ganaderos, emitieron documentos, regulares o irregulares, que acabaron siendo reconocidos como oficiales. Años más tarde, con aquellas actas de matrimonio algunos se divorciaron y, usando las actas de nacimiento, otros obtuvieron credenciales de elector y pasaportes. En esta historia no falta la anécdota: como candidato a gobernador, en la primavera de 1982 Lauro Ortega Martínez halló confrontado a Atlatlahucan. Cada facción tenía su candidato para

la alcaldía, y no había forma de ponerlos de acuerdo. Se reunió con ambos grupos, por separado y en distintas ocasiones, pero en vano, aunque urgía el acuerdo pues se acercaba la fecha para el registro de candidatos a presidentes municipales. Entonces el habilidoso político hizo una “jugada”, con un toque, vale decir, de perversidad y genialidad. La señora Elena Villanueva militaba en un grupo y en el lado opuesto el alcalde saliente Severino Prado. Los mandó llamar al hotel Casino de la Selva, fueron encerrados en una habitación y se les advirtió que no saldrían sino hasta que se pusieran de acuerdo. Por supuesto no lo hicieron, pero, ante la “amenaza” de que en Atlatlahucan se sabría que habían compartido una habitación de hotel, consintieron a un alcalde que no fuera ni de uno ni de otro grupo. Sin embargo, pocos meses después de que el flamante presidente municipal tomara posesión del cargo llegó a la feria de Atlatlahucan y, ebrio, se le ocurrió treparse en la rueda de la fortuna, cayendo de lo más alto y matándose… (Me leen mañana).

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