Eres taxista. A las diez de la mañana ya llevas cuatro horas manejando y hace cinco que te levantaste. Es momento para comer un taco en el puesto callejero. Puedes gastar cuarenta pesos, aparte de los veinte que hace ratito le diste pal’ chesco al agente de tránsito. La cuota es de ley, no fían. A las tres llega la hora de sacar el lonche que te llevó la señora, pero si no te gusta, de nuevo con la gorda del puesto que sí te fía. Terminas de comer, conversas con los amigos sobre cualquier cosa: del partido de fútbol que jugaste el domingo y ganaste, del patrón que es ojete y nunca ha querido darte Seguro Social. Y otra vez a “camellar”.
Para entonces llevas diez horas manejando, lidiando con las cosas de siempre: el chavo fresa que conduce un carrazo y te mienta la madre porque no te puede rebasar, el bache que sacude tu taxi, el pasajero que te reclama porque manejas como loco, el agente de vialidad que es medio tu cuate, te ve hablando por el celular y te hace la señal de que te va a infraccionar. Dan las cuatro y apenas haz sacado para “la cuenta” del patrón y la gasolina, así que te quedan unas cinco horas para que puedas juntar lo tuyo. Vas haciendo cuentas cuando te aborda un chamaco. Lo ves rápidamente: debe tener unos veinte años. Lo que no sabes es que está armado. Te pone la escuadra en la cabeza, ordena que le entregues el dinero, te quita el celular y las llaves del taxi, y antes de dejar tu taxi arranca el radio y se lo lleva. Huye. Nada puedes hacer más que empezar a caminar y conseguir prestado un celular para avisarle a tu patrón que otra vez te asaltaron. Antes hablas al 911. La operadora te pregunta para dónde y en qué se fue el asaltante. Contestas encabronado: “No sé, creo que rumbo a Temixco en un taxi que pasó a recogerlo”. Ya quieres irte a casa pero no puedes; tu mal día no ha terminado aún. Después de hablarle a tu patrón deberás ir a la Fiscalía a presentar la denuncia, y ya es de madrugada cuando por fin llegas a tu hogar, dulce hogar. A la mañana siguiente, de nueva cuenta lo mismo. Los ves: no fallan, están en la glorieta de la avenida Palmira, arriba de la cuesta del internado. Su presencia es habitual. También en Gobernadores, a pocos metros de la salida al Paso Exprés donde pusieron la estatua de Zapata que, como en Buenavista, no se ve; en otros puntos de la ciudad y en los andenes del mercado Adolfo López Mateos. Son los policías de tránsito con sus patrullas y motocicletas. Vigilan el tráfico, detectan vehículos sospechosos, hacen su trabajo. Eso parece, pero paran preferentemente a vehículos modestos, de modelos atrasados, carros sedán y camionetas pick up o de pasajeros. Observas a los automovilistas documentos en mano, hablando con los patrulleros y/o motociclistas, alegando, manoteando, discutiendo, suplicando. ¿De a cuánto son las “mordidas”? No es un secreto, hasta los niños saben que depende de cada situación y hasta del estado de ánimo del policía, pero mínimo de 200 pesos. Calculas: por decir lo menos, trescientas “mordidas” de 200 cada una igual a 60 mil pesos diarios y a un millón 800 mil al mes que no ingresan a la tesorería del Ayuntamiento porque se quedan en una cadena de corrupción que empieza abajo y a puede que llegue hasta arriba. Nada que sea nuevo, siempre ha sido así; histórica la corrupción en la de tránsito y en otras corporaciones, el asunto que ahora te ocupa data de cuando amarraban a los perros con longaniza. El secreto a voces es aderezado por los ruidos de la ciudad: automovilistas tocando desaforados el claxon, comerciantes ambulantes que venden a gritos en el tianguis navideño de la calle Guerrero, el grupo de taxistas reunido, ufanándose todavía de ser los únicos que meses atrás bloquearon el tráfico vehicular en la colonia Carolina, cuando demandaron el alto a “las mordidas” de los agentes de vialidad en los andenes del centro comercial ALM. Dijeron entonces: “(Los policías de tránsito) empezaron a hacer movimientos en el mercado y a sancionar. Si te veían abajo del vehículo o te estacionabas en doble fila, te infraccionaban hasta con mil pesos”. Pero si creíste que “la mordida” se acabó, te equivocaste. Fue nomás un veranito, una tregua. Lo compruebas en carne propia en el momento de deslizarle un billete de doscientos al inspector de Transporte que te sorprendió pasándote el rojo del semáforo… (Me leen después)

Por: José Manuel Pérez Durán / jmperezduran@hotmail.com

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